Competir es mirarle al gigante a los ojos, decirle que no sabes su nombre ni lo que ha hecho (aunque lo sepas) y que ayer por la noche estuviste de copas con su madre. Y luego, sonriente, darle la mano.
Competir es no estar en ningún pronóstico y que tu nombre finalmente se quede en el palmarés.
Competir es aguantar y sobrevivir, asumir una condición de inferioridad porque sí, porque el otro es mejor, pero tendrás que demostrarlo, compañero. Y tendrás que insistir muchas veces, muchas más de las que piensas, porque de cada golpe volveré a levantarme.
Competir es aprovechar un mínimo hueco para hacer un gol, el que la crítica mundial describirá como «tremendamente injusto» solo porque ellos tiraron 100 veces y tú dos, pero leerás los titulares con los pies encima de la copa.
Competir es creer.
Competir es desconcertar, interrumpir o acelerar cuando nadie lo espera, encontrar cinco o seis huecos en el partido para ocultar el gesto de dolor o de cansancio y que ese gigante sin apellido (que sí lo conoces, por supuesto) piense que eres inmortal.
Competir es levantarte y pegar, consciente de que el siguiente guantazo del monstruo que te saca dos cabezas y 30 kilos puede mandarte a la lona.
Competir también es ganar, por supuesto, pero llevarte al Bayern a la prórroga, tenerlo al borde del KO con Neuer resolviendo dos mano a mano ante El-Nesyri y terminando el partido en su área otorga a este Sevilla de Lopetegui esa categoría de rival áspero, un altavoz a tope en una mañana de resaca, un bloque de cemento, difícil de vencer e imposible de doblegar. Un candidato a cualquier cosa en competiciones cortas.