Ramón Horcajada

Edeumonía

Ramón Horcajada


La seducción de las masas

20/05/2022

¡Pobre Ortega! No, no están las masas para una rebelión. Lo que sí que hay desde hace tiempo es una revolución global llevada a cabo en nuestro mundo, no por la fuerza ni por la violencia política, que ha sido resultado de un trabajo realizado con una obsesión: despertar y captar los deseos de todo ser humano por medio de un orden comercial aplicado a todos los aspectos de nuestras vidas. Esta revolución global se ha realizado en todos los ámbitos, desde la política a la educación, siendo acogida para sus propios intereses y manipulaciones incluso por los sectores políticos que a priori son más contrarios a dicho orden comercial. ¿En qué quedó el «sí, se puede» de algunos? En definitiva, aquí todo el mundo juega ya a la seducción.
Como buena hija del capitalismo, que es el sistema que ha triunfado, pero como buena hija también de una democracia muy mal entendida (individualista y frívola), nuestra sociedad se ha realizado como la sociedad de la seducción. Su regla principal no es otra que la de gustar y emocionar, como ha afirmado Lipovetsky, cuyo Gustar y emocionar no deben dudar en leer. Todas las demás reglas tienden a ella como a su fin último. ¿Qué otra fórmula resume mejor que esta los objetivos y los caminos que toman ahora las industrias de consumo, mediáticas, de comunicación política y de la educación? Por todas partes se impone el axioma: gustar y emocionar.
Es la seducción de lo siempre nuevo, del progreso constante, del bienestar material, del tiempo libre, de la diversión, etc. Todo ha ido configurándose como un sistema de seducción de masas en el que los escaparates, las rebajas, las marcas, los cruceros, las redes sociales son una tentación constante. Viajes a París por la comunión, viajes de fin de curso por cada etapa educativa que se acaba (cuando nos casemos yo ya no sé qué rincón del mundo nos quedará sin ver). 
El político de hoy en día se construye como producto atractivo. Es más, los expertos que le rodean son consejeros en imagen, comunicación y publicidad. Ante la falta de ideas grandiosas, nuestros políticos intentan alcanzar una mayor visibilidad a base de gustar y conmover a los ciudadanos demostrando un ardor compasivo en todo lo que hacen y por todo el que sufre. Su máxima absoluta es la de no disgustar a los electores, darles todo lo que pidan o incluso crearles más necesidades de las que tienen sólo por ganárselos en su derroche. Hay que impedir que la popularidad caiga.  Ni una norma que vaya contra el bienestar del ciudadano. Nuestra era es la de la campaña permanente, aunque no se tenga nada que decir. 
En esta sociedad se comercializa con todas las experiencias vividas. No hay placer de la espera y se anula toda aquella grandeza que se escondía tras la adquisición de metas duras en la vida. Toda creación tiene que ser seductora. No hay en ella nada trascendente ni grandioso. Las artes ya no buscan la elevación espiritual, sino el entretenimiento y el consumo de masas. Los chefs ocupan el puesto de los sabios. 
La seducción se dirige al individuo con un poder de atracción que está basado no en el imaginario de un futuro mejor de la humanidad, sino en las promesas de goce inmediato de los individuos. «Coleccionistas de experiencias» (Alvin Toffler), «secuencia interminable de nuevos comienzos» (Z. Bauman).
Ese coleccionista de experiencias y de constantes nuevos comienzos es el donjuán banalizado que se mueve mucho más allá de lo que siempre se consideró la conquista amorosa. Ya ni siquiera es pretendiente, ni siquiera un libertino, sino que lo que existe es el consumidor emocional y voluble de la sociedad de seducción.    
Es la totalidad la que se esclaviza y la que esclaviza, con dulzura y ternura, poniendo en constante peligro la democracia y los valores absolutos haciendo imposible al mismo tiempo la felicidad, ya que todo se convierte en un campo de exterminio a la búsqueda de la última moda y el último placer haciendo que las personas ya no aprecien ni el miserable lema utilitarista de «la mayor felicidad para el mayor número de personas», sino el más miserable aún «placer de distracción para el mayor número posible de gente2 (Lipovetsky).