Javier Ruiz

LA FORTUNA CON SESO

Javier Ruiz


Morir de pena

17/06/2020

Una oyente de Carlos Alsina en Onda Cero, envió ayer un audio al wathaspp del programa en el que preguntaba cuándo la dejarían ver a su madre en la residencia. Alsina explicó que el mensaje venía de Castilla-La Mancha, aunque no especificó el sitio concreto. La mujer se deshacía en llanto recordando cómo su madre no entendía la situación, cómo solo pudo verla desde la verja, en la distancia, sin poder acercarse a ella. Entre sollozos, esta mujer decía que su madre no iba a morir de Coronavirus, sino que iba a morir de pena. Y fue como un bofetón en la mañana, igual que si el café con leche cayese derramado por el suelo y la encimera, de igual forma que un tortazo hiciera resonar los tímpanos. Morir de pena, de tristeza, de falta de abrazos, de ausencia leve como carne de niño, que diría Cernuda. Morir, al fin y al cabo.
Llevo tres meses sin ver a mi familia recluido aquí en Toledo, la ciudad que considero mía y a la que me he hecho como nunca hubiera pensado. Al llegar aquí de Valdepeñas, puerta del sur y capital de la alegría, pensé que me había equivocado de ciudad. Los toledanos, que descienden de la pata del Cid, me parecieron huraños, inhóspitos y antipáticos, cerrados sobre sí, en círculos concéntricos a los que nos estaba vedado el paso a los de afuera. Y, sin embargo, andado el tiempo, descubrí su nobleza, la discreta forma de decirlo todo sin decir nada, el corazón abierto al compás de tu pálpito y necesidad. Cuesta hacerse con el toledano, pero una vez que lo logras, jamás encontrarás nunca nadie más leal, nadie más sincero. Si a eso le añades el paso callado de los siglos, el tiempo mudo de las piedras, el peso hercúleo de la Historia, nunca verás lugar más bello en el que dejarte llevar y a donde poder retirarte. Mis hijos nacieron aquí y ya tengo legitimada la dinastía. Las altas torres, las sinagogas, los pináculos, chapiteles y torreones de la muralla fueron arrullo de su cuna de piedra. Aquí me ha pillado el confinamiento, en la ciudad que más quiero y en el trabajo que adoro, este de contar las cosas que pasan con un micrófono o una pluma. No creo que pudiera cambiarme por nadie ni lo deseara.
Lo que las autoridades sanitarias no han calibrado es la huella profunda, hórrida, sideral que dejará el confinamiento en la psique de todos nosotros. Desde los que no queremos salir a la calle – tengo la cabaña en todo lo alto- hasta los viejos que no entienden la falta de abrazos, la ausencia de besos. Por no hablar de los niños, que son quienes mejor se adaptan, pero cuya infancia quedará marcada por aquel tiempo en el que no pudieron salir a la calle por el bicho que acechaba. No sabemos más que debemos adaptarnos a las circunstancias, que solo sobrevive el flexible, no el más fuerte, y que el futuro es tan incierto como un mapa de manos horadado por sarmientos. Así las cosas, ha de ser uno fuerte para no sucumbir a la desesperanza, la desazón o la angustia. Hay que mirar hacia adentro y sacar todo lo que de bueno un día alguien sembró en el alma. Y tirar hacia adelante, como los bueyes, con el carro de la agonía en la garganta. Y hacerse el fuerte y llorar hacia adentro y comerse las lágrimas a borbotones. 
Los tribunales no determinarán cuántos de la estadística murieron de pena, de un amargor negro, de un café de recuelo con posos de azufre. El Coronavirus ha traído el óbito más antiguo del mundo. Morir de pena, tristeza y abandono.