Antonio Pérez Henares

PAISAJES Y PAISAJANES

Antonio Pérez Henares


La sopa de picadillo

25/12/2020

Lo que tienen los recuerdos, y los de Navidad más que ningunos, es que asoman los que quieren, y no a los que nosotros nos pudieran parecer importantes o más nos gustaran y aparecen cuando a ellos les da la gana y sin otro orden que su capricho.
A mí suele venirme siempre el de un trenecillo dando vueltas, quizás el regalo más ilusionante que tuve y unido a él un vecino abusón, mayor que yo, el dolor de un dedo machacado en el quicio de una puerta y que no se me ha ido la idea en sesenta años que aquel pájaro lo hizo aposta. Por mi tren, seguramente.
Otro es de un libro, el primero, y que, aunque no se lo crean porque yo era un niño de pueblo y mis padres labradores, fue el Quijote y yo debía andar por los ocho años. Tenía estampas y lo leí, me había enseñado don Enrique ya a los cinco, y lo conservé mucho tiempo hasta perderlo ya cuando tenía barba.
Me costó leerlo. Había cosas que me aburrían y las pasaba, pero otras que se convirtieron en mis favoritas y volvía a ellas de continuo. Mis favoritas eran el don Quijote abriéndole la puerta de su jaula a unos leones, lo del maneo en la venta y lo de las bodas de Camacho el rico y Basilio el pobre, que era el capítulo que más me gustaba mucho pues yo iba con el pobre y este acababa llevándose a la novia.
 Yo era, a lo mejor siempre lo he sido, muy de sancho Panza y aún más de su burro, porque en casa había mulas y en la de mi abuelo una borrica a la que yo tuve siempre mucho aprecio. Lo de Dulcinea no lo entendía nada y lo que más me alegró fue aquella única batalla ganada por don Quijote contra un vizcaíno. Aunque aquel pasaje le tomé afición un poco más tarde. Cuando mi familia emigro a Durango y en la escuela me llamaban maqueto. O sea, que aún de crío le saqué provecho, luego mucho más y hoy se lo sigo sacando.
 También me pellizca otra imagen que siempre me ha rondado y es la del perro con quien me crié desde que apenas tenía tres años. Un mastinazo con carlanca, superviviente de batallas con lobos y que recaló herido en nuestra cuadra. Tenía nebulosa memoria suya hasta que, en unas líneas de mi padre, el Antonio, que le pedí escribiera sobre sementeras, lo sacó a colación en un hecho muy preciso y se me apareció en alma y cuerpo. Era mi amigo y mi guardián y su principal trabajo era acompañarme cada día hasta la puerta de la escuela y esperarme luego cuando salía para bajarme hasta casa. También me cruzaba el vado del Henares a los lomos, pero eso era en verano. En invierno donde íbamos juntos, yo de la mano de mi padre, era al corral a recibir a las ovejas cuando volvían del campo. El mastín ya no iba con ellas, pero también le gustaba ir a verlas por la noche.   
Otro recuerdo es el musgo. El que íbamos a buscar al monte para hacer el nacimiento y que mi abuelo, el Valentín, me enseñó a localizar y con ello saber dónde estaba el norte. Ahora, por lo visto, no puede cogerse, pero yo no hubiera podido entender un belén sin el musgo y sin el río, que era papel de plata. O sin Reyes. Porque entonces no sé si saben que Papa Noel no había ni teníamos noticia de su existencia. En Bujalaro desde luego, ninguna.
 Pero el más intenso de todos, el que nunca deja de venirme en cuanto empiezo a pensar en esos tiempos cuando la navidad era nuestra, o sea cuando éramos niños o, mejor dicho, cuando sin serlo y hasta que ella, mi madre, la Agustina, vivió, y de eso no hace mucho, nos hacía recordar que lo fuimos, es una sopa. Una sopa de picadillo, de pescado y con chirlas, y trocitos de huevo cocido que era el plato primero que la Agustina siempre hacia y siempre nos hizo para esa noche. A ella no le gustaba la carne y lo que menos el cordero. Su olor y su sabor, el de su sopa de picadillo, son el más intenso y verdadero recuerdo de la navidad perdida.