Antonia Cortés

Desde mi ventana

Antonia Cortés


El momento

23/06/2022

Explotó una noche sin más. Nada nuevo que contar, demasiado viejo acumulado y sin resolver. El silencio que normalmente reinaba desapareció y el ruido de gritos, cacharros rotos, golpes en la pared y alguna que otra silla arrastrándose invadió el viejo edificio abandonado. Luego llegó una calma terrorífica en la que solo se escuchaba un llanto atroz en mitad de la oscuridad. Los ojos verdes de una gata negra inmóvil se clavaban en esa figura sentada en el suelo en mitad del salón que aullaba como un lobo malherido. Y herido estaba: del alma, del corazón, de la sinrazón, del abandono, de la vergüenza… De todo aquello que había ido acumulando hasta verse como se veía, amarrado como un barco a un deterioro que llega cuando no ha existido el cuidado requerido, cuando no se sabe avanzar por el carril adecuado ni escuchar a quienes avisan del extravío. Cuando crees que ya es demasiado tarde y huyes.
Agotado, con la cara llena de lágrimas y mocos como un niño tras una rabieta, con la desazón a cuestas y la sensación de haber adelgazado tras vomitar su ira y su rabia, se acurrucó en un rincón de la estancia y, no sin antes adoptar la postura fetal, comenzó a balancearse mientras tarareaba una melodía. Música para calmar a las fieras imaginadas que destruyen el interior de la gente buena, para recordar que en algún lugar aún existe un vendedor de esperanza. Seguía llorando, pero era un llanto húmedo y callado mientras se abrazaba, mientras sentía que el sueño se apoderaba de su miedo y le devolvía el silencio que siempre le reconfortaba, el que le invitó un día a quedarse ahí… En ese edificio medio en ruinas como su propia vida que se sostiene en pie porque está apuntalado a la espera del derrumbe final. Su propio espejo, aunque no viera la verdadera causa que a él le sostenía. 
Los primeros rayos de luz que entraron por un ventanal roto le hicieron abrir los ojos, un abrir y cerrar tan rápido como una estrella fugaz para evitar el dolor causado en sus pupilas. Supo entonces que había vuelto a drogarse, no como cada noche, sino como cada vez que le invadía el sentimiento de la decepción, la suya, la que él sabía y reconocía que había causado. Y el dolor por el dolor producido acrecentaba más el propio dolor. Como una espiral sin fin. 
Arrastró su cuerpo con torpeza, se enderezó un poco y apoyó su espalda en la pared. Desde ahí observó el desastre causado y se alegró de tener solo cuatro cosas sin valor. Amanecía y decidió salir a la calle. La ciudad dormía tan profundamente como él lo había hecho las tres últimas horas, como lo hacían debajo de aquel puente donde conseguía la mierda. Allí estaba, ausente, cuando creyó escuchar su voz. Supo que era domingo mientras retrocedía. Y, también, que había llegado el momento de intentarlo, de pedir perdón.