Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


El amigo americano

24/05/2021

¿Cómo es posible que un señor, rozando la ancianidad, recién nombrado presidente de Estado Unidos, Joe Biden, demócrata, culto, hombre de principios, o sea, lo contrario de su antecesor en el cargo, permita que casi tres centenares de seres, muchos de ellos mujeres y niños (más de cincuenta), sean masacrados –o sea vilmente asesinados– en la Franja de Gaza? Uno tiene que frotarse los ojos para dar crédito a lo que está viendo, y aún así tiene la impresión de vivir una pesadilla.
Arrasar una ciudad a golpe de misil es algo que repugna a los sentidos y que debería estar terminantemente prohibido y condenado por la comunidad internacional. Y, sin embargo, Israel, ese pueblo que lleva décadas lamentándose por el holocausto al que lo sometieron los nazis, lo viene practicando sistemáticamente, apoyado por el gran gendarme del mundo, que calla, otorga, mira hacia otra parte y, por lo bajo, pregunta a Netanyahu cuántas víctimas necesita para saciar su sed de venganza y ganar de una vez unas elecciones, cuyos electores le exigen enseñar los dientes. Todo esto hace años que traspasó los límites de la racionalidad y se adentró en lo meramente repugnante.
La excusa siempre la misma, Hamas y el llamado ‘terrorismo islámico’ al que el Ejército hebreo se cree con derecho a exterminar, aunque para ello tenga que llevarse por delante la vida de centenares de seres inocentes. Naturalmente los asesinos son los yihadistas, o sea, los únicos que mueven un dedo por este pueblo mártir, al que los hebreos van arrinconando poco a poco hasta que acaben expulsándolos incluso de Jerusalén. Pocas guerras más sucias, repulsivas y cargadas de eufemismos con los que las autoridades y el ejército hebreos edulcoran actos de vileza sin par. De ese modo oímos a diario que Israel mantiene el pulso –o sea que sigue bombardeando a coste casi cero–, que se marca objetivos militares, que combate contra el terrorismo islámico, cuando lo que realmente hace es matar a granel, sembrando el pánico en noches de horror y días de espanto, y, como consecuencia, el odio en los corazones de los palestinos, contribuyendo a agrandar un tumor cancerígero sin precedentes. Y lo más alucinante es el silencio de los corderos, como si estas matanzas estuvieran justificadas, y como si porque a aquellos judíos de antaño les asistiera la razón, necesariamente ha de asistirle ahora.
Al final, el alto el fuego pedido, casi suplicado, por los Estados Unidos se alcanzará, se producirá la tregua correspondiente, y de nuevo se repetirá la espiral de fuego y odio. Las víctimas de la sinrazón se pudrirán en la tierra y aquí todos se lavarán las manos como Poncio Pilatos. Cuando la vida de un niño deja de tener valor y el silencio de los corderos se impone hasta en los altos barandales de la religiosidad es que, como decía Rimbaud, «estamos maduros para la muerte».
Por aquí, por España, la turbia maniobra puesta en práctica por el gobierno marroquí y apoyada o consentida, cómo no, por los Estados Unidos, engañando a su propio pueblo y mandándolo a nado hacia Ceuta, aprovechando, como ocurriera con la Marcha Verde, la debilidad del gobierno español, no ha terminado en otra masacre –que se sepa dos víctimas ahogadas–, pero sí en otra aventura repugnante en que un gobierno árabe utiliza a su pueblo, famélico y sin porvenir, como carne de cañón (petite espèce, que decía Napoleón). Que se llegue a una situación tan esperpéntica por el hecho de que  España diera acogida al líder del Frente Polisario, Brahim Ghali, gravemente enfermo, en un hospital de Logroño, demuestra hasta qué punto seguimos teniendo un polvorín gobernado desde Rabat, que, con el apoyo del amigo americano, se cree con derecho a  provocar a España y, de paso, a la Unión Europea. Y pensar que muchos chavales menores de edad pusieron su vida en peligro porque les dijeron que en España atan los perros con longanizas y que incluso los iban a llevar al fútbol. Es para desesperar. Y el tal Puigdemont dando la razón a los marroquíes.