José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Del mar

06/09/2022

Todavía no he regresado a esta tercera página del periódico. Habito el mar de todos los veranos. Mar indiferente a los vientos y las geografías. Grande en su infinitud y muy pequeño. Un abismo y una postal sepia. Pero no habitamos el mar sino las orillas. Somos seres a la orilla, y ahí nos sentimos insignificantes pero tan poderosos como él, porque le mantenemos fija la mirada. El romántico Caspar D. Friedrich pintó el Mar del Norte como un imposible metafísico, como una amenaza del espíritu trágico, en un oleaje de nubes o como si la bruma se convirtiera en bello tormento interior. Mar, ese fiero Leviatán que duerme en nuestra orilla, latente su amenaza, azul su fotogenia, indómita su naturaleza.
Porque el mar es solo literatura y pintura. Esconde monstruos abisales que representan nuestras pesadillas a pesar de que deposite en mis playas estrellitas marinas y colecciones de conchas cuyos brillos engañan a los poetas, que alimentan su melancolía de escamas de sal y kilómetros de algas, y lanzan espejismos a los pintores, absortos en la musicalidad visual de sus luces cambiantes. Ese mar que soñamos nunca conoce la noche, cuando el oleaje ruge terrible y despierta los sueños infantiles, así lo lloramos cuando se confunde en una llamarada atlántica y se echa entre aplausos —eufórico de fuegos—  sobre la raya de Conil o de los Caños, como si fuera la última despedida.
Cada viaje, el primero. El viaje escolar onubense a donde no te esperaban, y donde la luna resbalaba todas las noches sobre un viejo tejado que se transparentaba sobre nuestras literas. Mis hijos, como cangrejitos de agua dulce en los arenales de Valdelagrana. Distinto y cíclico. Inconcebible sin leerlo en los libros que me arrastraron alguna vez, fuera Marinero en tierra o una aventura sobre el poder y la navegación de Joseph Conrad. Siempre ojos para leer el mar y escucharlo, y hoy sin embargo a punto de soñar únicamente con un mar invernal: cuando todas la playas se llamen como esa pequeña ensenada asturiana nombrada 'del Silencio', la joya del Gavieru, un lugar inexistente colgado del vacío, entre cantiles y grisalla, de aguas hondas y una belleza sorda, una playa secreta a la que no quiero volver porque se habrán roto ya sus secretos y será tan real como los cormoranes que mordían en esa mañana lejana su escondido acantilado.
Nada más que literatura, eterna de lejanías, solo textos oceánicos con los que navegar/soñar. Miro el horizonte desde la sombra coloreada, y familiar, y veo llenarme de olas sobre mi piel tipográfica y blanca. Acaba así Borges uno de sus poemas: «¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabe el día / ulterior que sucede a la agonía».