Antonia Cortés

Desde mi ventana

Antonia Cortés


Autónomos

18/03/2021

Juan y María no se conocen. Ni siquiera viven en la misma ciudad. Sus nombres podrían ser otros, no importan, porque detrás de cada uno de ellos se puede escribir una larga lista de hombres y mujeres en la misma o peor situación. Todos tienen una cosa en común: son autónomos.

Juan y María son pequeños empresarios orgullosos de haber levantado sus negocios con muchas horas de trabajo y esfuerzo; con esa salud de hierro que no siempre se tiene pero que se maquilla como el rostro de una mujer, porque uno no se puede permitir el lujo de poner en la puerta el cartel de cerrado. Día no trabajado, día no cobrado. No saben quién es quién, pero sus palabras coinciden.

Ambos también estaban ya a punto de contratar a una persona tras ver que las cuentas salían, que los préstamos recibidos en su día para poder comenzar a tejer un futuro, y que tanto vértigo dieron, estaban casi pagados. Un día y otro y otro en el que ambos fueron viendo como la gente de sus respectivos barrios había depositado ya la confianza en ellos y, poco a poco, la clientela iba creciendo. María, esteticista, al final no contrató a Luisa porque vino una boda precipitada por el traslado al País Vasco; Juan, con su imprenta, había decidido esperar al verano sin saber que la primavera iba a traer el desconsuelo. Ahora, los dos se arropan en la suerte de no haber tenido que despedir a nadie.

Pero todos los pasos dados quedaron bloqueados primero y al filo de un abismo después. Los pequeños ahorros empezaron a mermar con los negocios cerrados y sin esperanza de una apertura inmediata. Con impuestos, con alquileres.

Y desde el Gobierno se prometieron ayudas y más ayudas. Y ellos quisieron creerlo, pero poco duró la creencia.

Por fin, llegó el día en que pudieron abrir las puertas, con nuevas inversiones de material y pantallas, con más y más gastos, y clientes contados por las propias limitaciones. Juan quiso resistir, pero en noviembre, agobiado, solicitó una de esas prometidas ayudas dentro de un programa para autónomos en dificultades.

Esperó una semana, tres, un mes, casi dos…hasta que un día recibió una carta certificada que abrió con una esperanza tan efímera como un suspiro. La ayuda había sido denegada: “Agotamiento de crédito presupuestario”.

Tras la decepción vino la rabia, la impotencia. ¿Por qué nos hacen rellenar papeles si saben que no hay dinero? ¿Por qué nos crean falsas esperanzas? ¿Por qué nos mienten y hacen creer a los ciudadanos lo que no es? Juan agolpa las preguntas en su cabeza.

Juan y María no se conocen, pero ambos reman con coraje para que no se hundan sus pequeños barcos, pese a esas anunciadas ayudas que no llegan, pese a la subida de las cuotas. Coraje que se une a la frustración y tristeza de ver tanto náufrago en el camino, porque, quizá, sin mentiras y con ayudas, podrían haber sobrevivido.