Javier Ruiz

LA FORTUNA CON SESO

Javier Ruiz


El mar

15/07/2021

El mar para los de la Meseta tiene algo de mágico o telúrico. Lo miramos siempre como a un cuerpo extraño, lejos y desconfiados. Cada vez que me acerco el verano al mar, me viene a la cabeza Don Quijote y su llegada a las playas de Barcelona, donde cayó derrotado. Fue la fuerza de su locura la que lo llevó tan lejos y la que hizo que sus ojos tornaran azules después de tanto trigo amarillo. A su vejez descubrió las olas y quedó admirado con Sancho de lo que veía. Así me pasa cada año cuando vuelvo por estas fechas y me lo encuentro como si durmiera, igual que si hubiese estado esperando todo este tiempo. El mar es inmensidad, infinitud, desmedida. Le pasa como la llanura, pero bocabajo. Quizá los manchegos tengamos branquias por dentro sin saberlo.
Ruidera es el mar de la Mancha y lo es como todo en esta tierra, irreal, mítico, óntico. También Cervantes explica en el Quijote el origen de las hijas de Ruidera y Durandarte. Sus lágrimas crearon las lagunas, y uno de sus mayores vástagos, Guadiana, vive y muere cuando le viene en gana. Es un cuento atávico, pero verdadero. Nadie entiende al Guadiana cuando lo observa; por qué ríe, cuándo llora, en qué momento se duerme. El Guadiana es a los ríos el hijo pródigo, que siempre vuelve pero desaparece. La Mancha es tierra de poetas desde Manrique, que ya lo vio claro. Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar, que es el morir.
El mar es tan grande que puede ser el mar o la mar. El género desboca su esencia y en eso, Irene Montero tendría un ejemplo. Dicen los entendidos que se usa el masculino de forma habitual, pero que los poetas y escritores utilizan la mar. Alberti, Marinero en tierra, lo tuvo claro desde joven. Fue de sus mejores obras y al Puerto volvió tras un largo exilio. Baroja escribió mucho al mar, o Hemingway, o Melville. No entendía de chico estos libros y muchas veces los dejaba a medio leer en la mesilla. No concebía un niño de la Meseta la realidad de otro mar que no fuera el de los trigos, los cáñamos, las pámpanas, los olivos. Ahora cuando regreso cada año a la orilla, todos juntos me vuelven a la cabeza. Hay libros que solo pueden leerse al cumplir cierta edad.
La mar ruge violenta en invierno y se calma en verano, aunque no siempre es así. Comprendo la fascinación del hombre ante el azul más tremendo que dibuja la vida en sus pupilas. El cielo es inmenso, pero no alcanza. El mar moja los dedos y baña tu cuerpo entero. Es la inmanencia desbordada, desbocada, sensualidad pura a media tarde de cuerpos torneados. Cincelan las olas lienzos de cobre y estaño cuando se encrestan... Cambia de color como de ánimo, del verde profundo al negro perdido o el azul cálido. Y amansan dulcemente sus aguas al bajar la marea. Permanecer junto al mar varias horas es morirse lentamente y con agrado, el dulce sueño reposado del guerrero, la quietud de lo que vendrá tras la vida. La arena sobre los pies hace el resto y muestra la infinitud de los caminos. Somos cada uno de nosotros partícula pequeña de arena fina que mueve el viento y arrastra las olas. A veces, abrazamos algas que se enredan en el alma y salvan del naufragio.
La tempestad política de la semana se resume en una pleamar de ministros, que van y vienen, que vienen y van. Visto desde aquí, todo es más sencillo. La mar te pone en tu sitio. Veo a los pescadores y sus barcas y me acuerdo del Nazareno. Os haré pescadores de hombres. El primer símbolo de los cristianos fue un pez. El sol cae a la tarde y sangra el mar como un hombre.