José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Árboles, versos

03/01/2023

Afirmaba Rilke que los árboles «saborean la bóveda entera del cielo». La cita vuela hasta mí por el naturalista Joaquín Araújo en las páginas de Los árboles te enseñarán a ver el bosque. Ahí se funde en árbol. Sus (nuestras) raíces limpian, comen, comunican, distinguen sustancias, son cerebro, las mismas raíces que pueden retener hasta medio millón de litros de agua en una hectárea de arboleda. ¡Ay, esas talas urbanas siempre justificadas o algunas podas asesinas, irrecuperables!
¿Tendrán los árboles, como nosotros, pero muchísimo más longevos, noción de cuál es, o ha sido, su verdadero lugar en el mundo? ¿Soñarán también cuando nos dan oxígeno y sombra o cuando refrenan los vientos o el agua? El poeta Federico Gallego Ripoll (Manzanares, 1953) oye llover dentro de su corteza. «Arrastra grumos dulces / de savia / la lluvia arrasadora: ámbar, memoria, trinos». Lo escribe en su última entrega, Jardín Botánico (Cuadernos de Errantía). Metáfora de una escritura poética la suya dotada de esa tersa elegancia de los elegidos y un tono de cierta y lúcida melancolía. Aquí se hace árbol y bosque y jardín salvaje. El mismo bosque que le desvela «la ciencia / del desconocimiento de la maldad intrínseca, / la compasión sutil, el desapego / de la desmemoria».
Como pocas veces, nos vemos en sus versos transformados en sinónimos arbóreos, en piezas de una naturaleza que busca respuestas, que no deja de vivir y de preguntarse. «Mirar es dar al mundo consistencia, / y preguntas al caos», escribe en el poema Árbol soñado. Somos así hombres a manera de árboles, corteza y conciencia, seres sin resistencia y sin pesadumbre ante «ese incendio que llega, inevitable». Bosques, escribo yo, abandonados a su suerte, quemados en los noticiarios del verano, extensiones calcinadas de las que ahora en invierno nadie se acuerda, campos y montes de maleza y dejadez que arden como una antorcha colectiva. Pero no es el poemario de Federico un grito de conciencia reivindicativa, aunque también, sino un indirecto autorretrato de su paisaje íntimo, de las raíces de su alma, de las capacidades de la palabra para levantar un universo propio, para nombrar un mundo que, a pesar de todo, crece y vence siempre. Una fusión de tiempos en los que acaba definiendo «eternidades e infinitos / más breves que este instante», en una pulsión, dirá después, libre, atemporal, anónima: «el tiempo / que no es mío, / como tampoco es mío, ni tuyo, ni de nadie, / el reloj que nos cuenta y nos descuenta». Y siempre el peso inmanente de la memoria. «Somos / por cuanto recordamos; la memoria define / la identidad de nuestros rasgos».
Cielos, laberintos, azules, mares, vuelos, nidos. «Por qué no pensar que al fin seremos árboles, / por qué no desearlo…». Aunque en el último poema del libro lo confiesa: «Sé que fui árbol, sé / que algo de árbol me queda todavía / en la tos de resina y en el pálpito / del fuego».