Ramón Horcajada

Edeumonía

Ramón Horcajada


Un historial de búsquedas

13/11/2020

Abro mi ordenador sobremesa y, justo cuando quiero ponerme a trabajar, recuerdo la música que me puse ayer mientras me retiraba en este mismo despacho para hacer lo que intento ahora mismo, reflexionar y escribir. Al recordar la música que sonaba y querer recuperarla, no tengo nada más que abrir el historial y pinchar sobre la dirección guardada. Pero hay algo en lo que nunca había pensado y de lo que soy consciente en este momento, algo tan sencillo como ese mismo historial de búsquedas que aparece en la pantalla de mi ordenador. Es curioso, pero eso es lo que soy en el mundo que habito. Soy ese gran elenco de direcciones por las que he navegado a lo largo de los días, esa lista de datos cuya miseria se ha convertido en la riqueza de las empresas que están moviendo el mundo. Eso soy, pequeñas búsquedas que dicen qué es lo que me gusta, qué es lo que me emociona, qué productos necesito, qué libros prefiero. Y tras una minuciosa programación de los que hoy mueven el mundo, en unos instantes ya saben qué es lo que me tienen que ofrecer. 
Ahora voy poniendo muchas cosas en relación. Hace años, en el programa Redes, un científico afirmaba rotundamente que el yo no existe. Ya saben ustedes que es la moda. El yo no existe, ha sido uno de los grandes mitos de nuestra cultura. El científico que menciono lo explicaba de manera muy sencilla: podríamos comparar a la persona con un smartphone, una mezcla de carcasa con diversas aplicaciones. Eso es la persona, una carcasa de carne con diversas aplicaciones cuyo uso va configurando de manera parcial eso que llamamos vida. Pero no existe ese centro llamado yo.
Somos la sociedad del Big Data, y en esta sociedad en la que el yo se ha diluido, se renuncia al sentido, a la narración. Todo ha ido unido en nuestra historia. Si todo es dato, la pregunta «¿quién soy yo?» tampoco tendría sentido. Mientras la narración es el encuentro consigo mismo, como nos recordaba Paul Ricoeur, el dato sólo es la constatación de una actividad, como nos recuerda Byung-Chul Han. Todo se ha reducido a mera actividad. Incluso la meditación que tan de moda está en nuestro mundo, se reduce a una técnica de rendimiento, una técnica por la que preparar al sujeto para un mejor rendimiento, el cuidado de sí del que hablara Heidegger es para mejor rendir. En la narración hay ética, hay verdad, pero en el mundo de los datos sólo hay autocontrol y gestión. En la narración hay yo, hay vida, hay historia y sentido. No podía ser en otro mundo sino en este en el que el transhumanismo se convirtiera en la nueva utopía. Si mi yo se reduce a lo que quieren reducirlo, qué más me da convertirme en máquina eterna. 
Poco importa en este mundo si la música que anoche elevó mi alma para sentir lo que sentí, y con la que he comenzado este artículo, me hizo descubrir aspectos de mi vida que pudieron unirme a un Bien que me supera, o que configurara un poco más mi existencia en la búsqueda de la felicidad, o que provocara en mí el arrepentimiento que sólo un yo personal puede experimentar por el profundo dolor causado, o la tristeza por el sufrimiento de inocentes por los que mi alma pide que haya un Dios que pueda hacerles justicia. Pero en la era del big data esto no cuenta. Sólo soy la suma de datos, un historial de búsqueda. En este mundo mi vida es enumerable, pero no narrable. No hay memoria, por eso no tenemos historia, tenemos microrrelatos, indiferencia y emoción. Vivencias, no experiencias. No muertos, pero sin vida. Época de conocimiento, no de sabiduría.
Y como todo está relacionado, igual no es casual que este mundo sea el mundo de la representación política, no de la participación. La política es representación de aquellos que se reducen a datos, a encuestas.  Es impersonal. La participación expresa deseo, amor, identificación, existencia. La representación es duda, la participación es inmediación. Es más, la participación es la que constituye la sociedad, no la representación, ésta va siempre detrás de aquella.
Ahora entiendo a mi querido Unamuno, y con él grito: «¡Mi yo, que me roban mi yo!».