Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


El dolor

16/05/2022

Dijo Montaigne que «el dolor es un siglo y la muerte un momento», y ¡qué razón llevaba! Los 27 meses de pandemia ha dejado a la Humanidad seriamente tocada. Observo mientras escribo a mi añosa tortuga, que, a su vez, no me quita ojo. Me duele verla prisionera en su prisión de vidrio, comiendo todos los días lo mismo, repitiendo los mismos gestos. Me gustaría dejarla en libertad, echarla al mar; pero, como bien me advierte mi mujer, allí no lograría sobrevivir ni un día. Su elemento está perfectamente trazado. Jamás ha estado enferma (al menos ésa es la impresión que tenemos). Siempre parece feliz, en especial cuando por la mañana devora con ahínco su nutriente. Jamás, que yo sepa, ha conocido el dolor.
Ayer, sin embargo, tuve que pasarme por el Hospital General de Albacete; estaba, como de costumbre, a tope (overbooking por doquier). Parecía San Fermín, o la mismísima Feria. El mundo entero parece haber enfermado. ¡Qué horror! Esta tarde he ido a ver a mi médico a la clínica Quirón: no cabía un alfiler: todos con sus mascarillas. Al salir me he preguntado, ¿dónde están los sanos? Pongo el telediario y, de repente, oímos: «Ucrania, 88 días de horror». Y, de inmediato, surgen imágenes de la barbarie, de la acería arrasada de un Mariupol arrasado, pero donde, como en la vieja Numancia, o como en Alepo, la gente resiste el peso de la aflicción. Son ya puros fantasmas, pero aguantan como jabatos el horror y el dolor.
Un amigo me dice: «Vive al día. No pienses. Pasa de todo». Y yo, a mi vez, le contesto: «No somos una isla, como afirmaba Hemingway». Y es que, ¿cómo olvidar al medio millón largo de seres esperanzados que mañana viernes irán a postrarse ante las plantas de la Virgen de Fátima, aguardando el milagro de su curación, el olvido del dolor cotidiano. Muchos de ellos, seres desahuciados por la medicina, como acaso nosotros mismos dentro de algún tiempo.
Recuerdo mi viaje a Fátima con unos amigos el pasado Miércoles Santo. Llegamos de anochecida, cenamos y nos encaminamos hacia la Basílica, que imaginábamos desierta a esa hora tardía. Pero, ¡quiá! Te podías guiar por el aroma del incienso. En los aledaños, las aborrecibles y nefandos bazares milagreros; los mercaderes del templo que campan por sus respetos sin que Jesús resucitado los arroje a puntapiés a las tinieblas. Entramos a la inmensa explanada, iluminada por la luna llena, y allí, a la izquierda, un grupo de peregrinos, recién concluida la misa de campaña, se aprestan a iniciar la procesión, detrás de la Virgen, con su vela encendida en la mano, entonando todos a coro: «El trece de mayo….». El grupo se asemeja a una luciérnaga gigante, circunvalando esa anchurosa superficie que hoy imagino rebosante de peregrinos enfermos pidiendo a Dios, con fe, el ansiado milagro, o, al menos, el cese del dolor incesante que a diario soportan.
Francamente no sé si serán víctimas de una enorme mixtificación, o no. Lo que sí puedo manifestar es la impresión que sentí viendo avanzar, silenciosa, a aquella luciérnaga gigante bajo el brillante resplandor de la luna. Por un instante, como un efecto telúrico, avasallador, sentí el terrible peso de toneladas de dolor, de los acudidos allí, a millones, en busca de consuelo y esperanza. Y yo, acongojado, desvalido, noté un nudo en la garganta y en la boca del estómago que durante más de una hora me atenazó; una tristeza infinita, una enorme pena por nuestra miserable condición humana, por tanto dolor, por tanta desdicha de las almas dolientes. Y mira por dónde, el pasado martes leía en el periódico que la víspera un galerista neoyorquino se había hecho, en una subasta, con uno de los retratos de Marilyn Monroe –el conocido Shot Sage Blue Marilyn, pintado por Andy Wahol, en 1964– por la 'módica' suma de 195 millones de dólares. Y me acordé de Samuel Beckett cuando decía aquello de que «las lágrimas y las risas del mundo se contraponen: hoy ríes y mañana lloras». Tales son las paradojas en que se mueve el Sapiens. Pero de eso hablaremos in extenso en otro artículo.