José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Otros museos

16/11/2021

A veces, sin saber cómo ni por qué, los pasos solitarios te encaminan a museos también solitarios. A museos y salas sin escolares que correteen sus vitrinas en un escondite de risas y explicaciones. A museos y salas deshabitadas del acto social de la inauguración, con las obras desnudas, sin el arropamiento de su autor. A museos donde las paredes amplias o los espacios abigarrados en horror vacui te van contando, al paso lento de tus pasos, lo que tú solo quieres que te cuenten.
Dejados atrás los Guggen —y su bilbaína flor de titanio o la rampa helicoidal que parece aterrizar sobre Central Park— o el Louvre, donde La Gioconda se empequeñecía rodeada de japoneses, atrás la berlinesa Nefertiti y Rothko y Leonardo, y hasta el Jeff Koons y Damien Hirst que nada me decían en el Museo Astrup Fearnly, esa transparencia que firmó Renzo Piano sobre el fiordo de Oslo y que ahora no podrá competir, enfrente, con la apabullante torre del Museo Munch que acaba de inaugurar el arquitecto español Juan Herreros, junto a la belleza blanca de la Ópera. Atrás, decía, tantas citas mayúsculas, van saliéndote al camino esos otros encuentros en minúscula donde la plástica se (con)funde con la naturaleza, donde la interpretación del paisaje se disuelve en diseño y juego, donde la lentitud de las horas se acompasan a veces al ritmo de los focos que se apagan o iluminan según los movimientos del visitante.
Los museos son el retrato de una civilización y la medida del nivel cultural de una sociedad. El fiel reflejo de las conquistas y las aspiraciones de un pueblo, como también el termómetro visual de su proyección propagandística y del poder. Como también son espacios para el estudio y la investigación, para el conocimiento y la pedagogía. Si alguna vez fueron almacenes hoy es una ciencia más o menos inexacta; cuando no un manifiesto de ideas: última reordenación del Reina Sofía. El museo, cual iglesia laica, santifica, canoniza lo que es o no es arte, por eso la vanguardia radical habló de su destrucción, hasta que entró y se integró en el mercado, como lo ha hecho la performance o las instalaciones más rabiosamente conceptuales.
Al cabo, como dijo Borges, «somos ese quimérico museo de formas cambiantes, ese montón de espejos rotos», y vamos enseñando, irremisibles, ya la realidad o ya la ficción, ahora el vértigo o ahora la nada, advirtiendo acaso esa ambarina atmósfera, algo disecada y fúnebre, que a veces flota en los museos y contra la que luchan desde el Metropolitan —con su célebre gala de moda anual— hasta el más modesto a la búsqueda de su propio lugar al sol. Aunque uno se ensimismaba esa mañana en un espacio silencioso y vacío, en la amanecida de otro tiempo. 

ARCHIVADO EN: Ópera, Pedagogía