Fernando García Cano

Eudaimonía

Fernando García Cano


EL Zweig articulista

16/04/2021

Casi toda la inmensa obra literaria de Stefan Zweig está publicada en castellano por el sello editorial Acantilado, que entre los más de 400 títulos de su catálogo incluye bastantes del prolífico escritor. Viviendo a caballo entre los siglos XIX y XX, Zweig logró ser enormemente popular como ensayista, biógrafo y novelista. No son menos enjundiosos sus incontables artículos, de los que ahora nos ofrece una selección Knut Beck con el título Encuentros con libros. Son ya tres las reimpresiones que ha logrado la versión castellana de lo que apareció en 2013 en edición original alemana de Atrium Press. La traducción se debe a Roberto Bravo de la Varga y el volumen se cierra con un epílogo del editor que no tiene desperdicio, porque proporciona una sabrosa información a quien se acerque a su lectura.

            Lo primero que se nos desvela es que el volumen recoge una selección de lo que el autor recopiló en 1938 en su obra Hombres, libros y ciudades. El editor ha tenido el acierto de señalar, tras su epílogo, la Procedencia de los textos, lo cual ayuda a curiosos e investigadores de Zweig a situar cada reseña, prólogo o comentario en su debido contexto. La vasta labor desarrollada como escritor estuvo siempre acompañada por su activa labor editorial, llegando incluso a gestar dos efímeras colecciones llamadas Libri Librorum y Bibliotheca Mundi, en los años veinte del pasado siglo. Albergó la insólita idea que recogen literalmente estas palabras entresacadas de sus memorias: “muchas veces he expuesto a los editores el osado proyecto de publicar un día toda la literatura universal en una serie sinóptica, desde Homero hasta La montaña mágica, pasando por Balzac y Dostoievski, recortando drásticamente algunos pasajes  superfluos”.

            Se nos descubre así alguno de los presupuestos que Zweig utilizaba para escribir sus reseñas literarias, que no se limitaban a ser siempre laudatorias, sino tantas veces críticas con el exceso de elementos superfluos que contienen muchos libros. Lo decía así en sus aludidas memorias, tituladas El mundo de ayer: “nueve de cada diez libros que caen en mis manos los encuentro llenos de descripciones superfluas, de diálogos plagados de cháchara y de personajes secundarios innecesarios; resultan demasiado extensos y, por lo tanto, demasiado poco interesantes, demasiado poco dinámicos”.

            Lo cierto y verdad es que la obertura del libro, objeto de este artículo, es una deliciosa descripción de cómo se produce la inmersión en el mundo a través de la lectura de los libros. Se trata de un texto de 1931, titulado El libro como acceso al mundo, que bien podría utilizarse para motivar los recurrentes planes de incentivación a la lectura que periódicamente se desarrollan en el sistema educativo, así como en los centros culturales, bibliotecas y concejalías de cualquier ayuntamiento. Sabiamente entrecruza Zweig su propia experiencia, de empedernido lector, con la del joven italiano Giovanni, que no sabía leer y conoció durante un viaje en barco por el mediterráneo. Ambos trabaron sincera amistad durante aquella travesía, que permitió al escritor ponerse en la piel de quien accedía al mundo y a la vida sin utilizar el cauce de la lectura. Aquel descubrimiento se convirtió para Zweig en una auténtica vivencia, que le atormentó pensando cosas parecidas a cómo se puede soportar una vida sin lectura, sabiendo que entre el universo y nosotros se abre una brecha poco menos que insalvable. Llegó a preguntarse: “¿cómo se puede respirar sin el aire universal que brota de los libros?”. Insistiendo en su esfuerzo siguió comentando: “no conseguí meterme en la cabeza de un hombre, de un europeo, que jamás ha leído un libro. Creo que es una empresa condenada al fracaso, tanto como lograr que un sordo se haga una idea de lo maravilloso que es la música por mucho que le hablemos de ella”.

            Si Zweig levantara la cabeza y pisara el terreno de la sociedad contemporánea, un siglo después de la suya, no sé si le resultaría tan extraño encontrarse con personas que nunca han leído un solo libro, pero lo cierto es que él se pasó la vida escribiendo artículos sobre los libros que leía, porque consideraba que el encuentro con un libro implicaba también la obligación moral de darlo a conocer a otros.