Juan Villegas

Edeumonía

Juan Villegas


La instrumentalización de las víctimas

03/06/2022

Immanuel Kant en un fino análisis sobre la moralidad de las acciones humanas, dejando a un lado  aquellas que son claramente contrarias a la ley moral, establece una distinción entre las acciones que él llama conforme al deber y las acciones por  deber o que se realizan por respeto a la ley moral. Para hacer comprensible esta distinción, el de Königsberg, utilizó el siguiente ejemplo: un tendero estaría actuando conforme al deber si un niño va a comprar a su tienda y no lo engaña en el precio de la compra porque actuando de esa manera, puede pensar el tendero, está  defendiendo su negocio de la mala fama, cosa que a la larga le podrá acarrear mayores beneficios. Otra posible manera de actuar del comerciante sería aquella que consistiría en cobrarle al inocente niño el precio que corresponde pero guiado únicamente por respeto a la obligación de cobrar lo que es debido. En ninguno de estos dos casos, dice Kant, el tendero estaría actuado contrariamente al deber, porque en los dos casos estaría cobrando el precio establecido.  Pero se puede comprobar fácilmente que existe una diferencia entre las dos maneras de actuar, diferencia que no está en lo que se hace sino en la manera de hacer lo que se hace, en las intenciones que se han puesto, diferencia esta que determina la calidad o excelencia moral entre ambos tipos de acciones. Mientras que en una, la acción conforme a la moral,  el tendero actua buscando el fin del beneficio propio, en el segundo caso la acción es totalmente desinteresada y es guiada única y exclusivamente por hacer las cosas como se deben hacer. Podría haber acciones, por tanto, con apariencia de moralidad, que en su interior esconden la utilización de situaciones y personas como un medio para alcanzar fines  que no van más allá de intereses puramente egoístas. Por eso, para Kant, la certificación de calidad  de excelencia moral  no debe concederse solo en función de la acción en sí misma sino,  sobre todo, en función de las intenciones y tendencias o ausencia de estas que encierra la voluntad que mueve a la acción.
Soy consciente de que a estas alturas demandar una cierta exigencia ética a quienes tienen que tomar decisiones políticas suena ingenuo y que eso hoy es como pedirle peras al olmo.  La situación a la que hemos llegado es tal que podemos comprobar, por ejemplo, cómo sin el más mínimo atisbo de rubor se disculpan y se despachan sin consecuencias políticas corruptelas que no se pueden demostrar judicialmente aunque a todas luces, públicas y privadas, haya constancia y reconocimiento de comportamiento inmoral. Desde que a la política le son ajenos los valores y criterios morales, no se duda, en el mejor de los casos, de revestir de moralidad determinadas acciones aunque lo que se persiga sea la satisfacción de intereses particulares o partidistas, instrumentalizando causas, ideas, valores, y peor aún, incluso, a las personas. Por eso es necesario que los ciudadanos no perdamos el sentido crítico y nos mantengamos alerta y vigilantes porque en muchas ocasiones determinadas medidas, propuestas o decisiones políticas  podrían estar revestidas de moralidad aunque si les pasásemos el algodón nos podríamos encontrar con que no están tan limpias como aparentemente pudiera parecer, escondiendo en su interior intenciones realmente cuestionables. Un ejemplo cercano lo podemos encontrar en la ley en trámite y ya aprobada por el Congreso de libertad sexual o como meditativamente se le conoce Ley de solo sí es sí. Por principios, desconfío de quienes buscan el odio social como medio para conquistas políticas y de quienes defienden que solo el conflicto de intereses y el enfrentamiento y la lucha, sea de clases o de sexos, pueden mover la historia. Por eso desconfío también de sus leyes, porque se sustentan sobre una ideología que ve en las víctimas más madera para alimentar el fogón de la máquina de la historia, un medio para apalancar los cambios sociales. La voz, el testimonio y el sufrimiento de las víctimas son un depósito de dignidad del que deberían alimentarse las sociedades, para las que la memoria debería convertirse en monumento vivo que preservase a través de las generaciones un caudal de reconocimiento a la dignidad. No cabe mayor desprecio a las víctimas que tras una pátina de decencia se instrumentalice su dolor y desamparo. La peor y más repugnante revictimización consiste en convertir a las víctimas en un medio de en lugar de ser consideradas como un fin en sí mismas. 


 

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