Antonia Cortés

Desde mi ventana

Antonia Cortés


Cartas

24/09/2020

Tarde libre. Sin trabajo ni compromisos, sin visitas ni cafés, sin reuniones ni niños. Horas y horas por delante solo para ella, para hacer eso que lleva años queriendo hacer y nunca hace porque no es imprescindible, porque siempre hay otras tareas más importantes, porque sabe que se encontrará con recuerdos que aún duelen como las heridas que no terminan de cicatrizar.
Pero ahora siente que es el momento mientras mira las escaleras que llevan al desván. Se acaba de dar una ducha y se ha puesto el pijama para estar cómoda pese a ser tan temprano. En la mano lleva la llave. Sube despacio escalón tras escalón. Aunque quiso creerlo, sabe que cerrar una puerta y no volver a abrirla no significa olvido; que el tiempo no esconde los objetos ni desaparecen si uno nos lo quita, que no vienen esos fantasmas de la infancia a llevarse las cosas que no se quieren ver ni tocar, porque, de existir, habitan en nuestro interior.
Mete la llave en la cerradura y antes de girar su muñeca se detiene unos segundos, quiere saborear el silencio que reina en la casa, empaparse de la serenidad que necesita para atravesar ese camino al que solo ella le puso el cartel de prohibido.  Se agolpan los instantes. Afortunadamente, los recuerdos ahora no se convierten en el desgarro que la ausencia provocó los primeros meses, hasta años; en las lágrimas sin control que corrían por su cara como caballos libres y salvajes. Abre, mira y pasa. Se ha quedado parada en el centro de la buhardilla, inmóvil mientras con su mirada recorre despacio de un lado al otro todos los rincones: su mesa de trabajo, sus libros, su globo terráqueo, los álbumes de fotos de viajes maravillosos e instantes perdidos en la memoria, su colección de sellos, el cenicero que no quiso quitar cuando dejó de fumar para tener presente su conquista, los marcos de plata con los niños, la figura de porcelana horrorosa regalo de boda de no sabe qué pariente…
Es imposible, pero ella siente su olor como si se hubiera quedado impregnado en las hojas de ese último libro que estaba leyendo y que ahora ella acaricia. Es más, siente su presencia en esa habitación que dejó de existir el mismo día que él, a la que no había vuelto a pasar desde entonces. Se ha acercado a la estantería, en la tercera balda, detrás de los libros de Julio Verne hay una pequeña caja fuerte. Vuelve a colocar la colección. Con su tesoro en el pecho se acerca al sillón de cuero marrón  donde ella solía leer mientras él trabajaba. Por la ventana entra un rayo de luz potente que le llama la atención. Sonríe.
Tiene toda la tarde libre y ha decidido abrir la puerta de su corazón para que salga todo el dolor acumulado y reconciliarse con ese tiempo feliz vivido y que decidió encerrar en una buhardilla. Sabe que es el momento. Saca de su pequeña caja de metal esas primeras cartas de amor escritas a mano como si fuera la joya más preciada. Sus cartas, piensa, mientras se pierde en el calor de las primeras palabras.