Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Más allá del horror

13/02/2023

«A quienes tienen la  suerte y la oportunidad de combatir el mal con sus propias manos»

El Horror (con mayúscula), el Horror, siempre igual y siempre diferente; siempre el mismo y siempre distinto. Decía Thomas Mann que sólo se empieza a descubrir la Naturaleza humana cuando uno pasa por la enfermedad. Yo diría más: sólo se empieza a apreciar la vida cuando se ve uno inmerso en el horror, aunque sólo sea durante unos segundos. Yo vi ese horror un 22 de diciembre de 1990, y les puedo asegurar que me cambió la vida.
Lo que estamos viendo esta semana en directo, con las cámaras de la televisión echando humo, también es Horror (con mayúscula), por más que los objetivos, como perros rastreadores, busquen con ansias el detalle positivo, la vida, el milagro de la vida, entre montañas de cascotes, haciéndonos llorar de emoción, y relegando a los miles de muertos, tristemente envueltos en una manta mientras alrededor de ellos sus deudos y amigos vierten lágrimas de las pocas que les quedan.
De entre las decenas y decenas de imágenes impactantes –es posible que, con los años, se vuelva uno masoquista– ha habido una, que acaso no hayan tenido ustedes ocasión de contemplar, pero que les aseguro que, como diría Nietzsche, se hallaba más allá del bien y del mal, al menos así me lo pareció a mí. Era la imagen de un hombre de unos cincuenta años, protegido con el clásico anorak amarillo-anaranjado, sentado junto a la inmensa pira de escombros de uno de los miles de edificios arrasados en cuestión de segundos por las fuerzas telúricas (hasta ahí, nada anormal). Lo que primero impacta la atención del espectador es la manita que el hombre aferra; es la mano de una niña de quince años aplastada por una enorme roca. Como en el relato La promesa de Gustavo Adolfo Bécquer, la mano, como esperando una postrer caricia, está ahí, con el hombre, que imaginamos su padre, tratando de insuflarle su propio aliento.
Desgarrador, sin duda. Pero, más allá de su intensidad trágica, hay algo que, a mí al menos, me aterra por encima de todo. Se trata del rostro del padre, lívido, estragado, ojeroso, con barba rala, pero vacío, inmensamente vació. Una faz que sin duda le habría inspirado al gran William Shakespeare una tragedia digna de parangonarse con King Lear cuando al final de la obra el anciano clama a los cielos y protesta con grito agónico por la muerte de su hija Cordelia: «¿Por qué un perro, un caballo, un ratón viven, y tú, en cambio, no alientas? ¡No volverás más, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca!». Esos cinco never, que son como golpes asestados por el destino; campanadas a medianoche. Al menos el Rey Lear ve el rostro querido y yerto de su hija; este turco, o sirio, se tiene que conformar con la mano aterciopelada de la niña. De ahí la indescriptible mueca de su cara, exangüe, vacía, como si hubiera perdido el alma, el halo y aquello que le infundía hasta momentos antes expresión y vida. Él también está muerto, muerto en vida, como si en vez de prestarle a la niña su aura vital, fuera al revés. Cabe incluso la posibilidad –por imaginar que no quede– de que los labios del hombre musiten, clamando venganza: «¡Mal haya quien en promesas de Dios fía!».
Los hay que piensan que se puede alcanzar en este mundo el grado máximo de necedad, de crueldad o de estupidez. ¡Qué equivocados están! Todo es susceptible de empeorar; detrás de lo malo está lo peor; y detrás del Horror del que habla Conrad en El corazón de las tinieblas está el vacío absoluto, la Nada, ese grito trágico multiplicado por cien mil y que confluye en el silencio de los corazones que se apagan inexorables en muchos pueblos y ciudades de Turquía y Siria, en el momento en que desahogo mi impotencia en estas líneas musitando una plegaria por los que han esperado hasta los últimos estertores de sus fuerzas aguardando inútilmente una luz salvadora.

ARCHIVADO EN: Siria, Turquía