Ramón Horcajada

Edeumonía

Ramón Horcajada


El progresista

21/04/2023

Resulta curioso que Ortega y Gasset, en su obra Nada moderno y muy siglo XX, acusase al siglo del progreso de haber estorbado el avance y la renovación. Su preocupación es qué significa hacer del progreso el centro de nuestras preocupaciones. El alma progresista no soporta que pueda ponerse en cuestión el afán por el progreso y acaba en una actitud dogmática que «cree su punto de vista definitivo y el único admisible». Quien no comparte sus opiniones es un «inmoderno» y, para Ortega, «progreso» y «modernidad» acaban siendo palabras formales pertenecientes a una «superstición peligrosa» que acaba consiguiendo que la época en la que más progresismo se proclama sea la época que más se aferra a la inmutabilidad de esas mismas ideas. De ahí que afirmara: «No soy nada moderno, pero muy siglo XX». 
El progresista tiene deficiencias graves de comprensión del dinamismo histórico. Tiene fobia al pasado creyendo que el pretérito nada puede enseñarnos y, además, siente que la vida no tiene más valor que el de preparar el futuro, deviniendo siempre en futurismo, grave enfermedad que consiste en supeditar toda la vida actual a un mañana que no llega nunca. El progresismo sería un utopismo, una actitud pueril que vive de ilusiones contra las imperfecciones humanas.
Otro vicio de los progresistas es dictaminar sobre cómo deben ser las cosas en vez de analizar las cosas desde lo que son, cayendo siempre en la sustitución de lo real por lo abstractamente deseable, otro síntoma de puerilidad, ya que no basta que algo sea deseable para que sea realizable, y ni siquiera «basta que algo se nos antoje deseable para que lo sea en verdad». Sólo debe ser lo que puede ser, y sólo puede ser lo que se mueve dentro de las condiciones de lo que es. El ideal de algo no puede consistir en la suplantación de su realidad, sino en el perfeccionamiento de esta. 
No basta, pues, regirse por el deber ser. Hay que atenerse a la realidad. De ahí que la moral y el derecho no basten para asegurar una utopía social ni para que esta utopía resulte justa. Porque una sociedad, antes de ser justa y antes que atenerse al deber ser, tiene que ser sana, tiene que «hablar el buen sentido, con su intuición de lo que es». No puede olvidarse la realidad. «Seamos en perfección lo que imperfectamente somos por naturaleza», grita nuestro autor.
Los progresistas (sean liberales o marxistas), tienden a suponer que conforme avanza la historia crece la holgura que se concede al hombre para poder ser individuo personal. Pero, para Ortega, esto no es así. La historia está llena de retrocesos y quizás en nuestra época se esté impidiendo al ser humano vivir como ser humano de manera superlativa. Tanto avance médico, tecnológico, etc., pueden estar ocultando un tiempo de decadencia. Nuestro tiempo puede parecer capaz de realizar cualquier cosa, pero el ser humano se siente perdido en sí mismo, perdido entre tanta abundancia, con más medios, más saber, más técnicas que nunca, pero puede ir perfectamente a la deriva y ser alguien desdichado. Quizás tengamos todos los talentos menos el talento para usar de ellos.
Para la fe progresista todo es posible, pero se olvida de que también es posible «lo peor», «la barbarie», «la decadencia». Para el progresista todo progresa necesariamente y eso nos puede llevar a la irresponsabilidad de no ver el dramatismo por la ceguera de la marcha segura hacia la plenitud. La vida y el progreso son también peligro y el idealismo que lleva aparejado siempre puede hacernos olvidar que la realidad histórica puede ser constitutivamente enferma y defectiva. Y «nadie ha impuesto a la realidad intramundana la obligación de terminar bien». Nadie puede asegurar que la historia deje de ser una «inmensa tragedia». El progresismo puede conllevar irresponsabilidad ante la realidad. El progresista es dogmático, por eso no es de extrañar que hayan caído una y otra vez en el totalitarismo. 
Otra de sus consecuencias es la politización. La política no tiene por qué invadir todo. La política al final es la supeditación de la teoría a la utilidad y vaciar al hombre de soledad e intimidad, de ahí que la politización sea el signo de las masas. Nuestro mundo va en esa línea, a la reducción de todo a medio para conseguir fines, el pensar utilitario, y afirma Ortega: «porque hacer de la utilidad la verdad, es la definición de la mentira. El imperio de la política es, pues, el imperio de la mentira» y de la opinión pública. 
Ortega se lamentaba de no haber encontrado hombres veraces, sino 'políticos', gente sólo dispuesta a ver el mundo «como les conviene», cuando la política, si es algo, es servicio a la vida humana. E invitaba a que cuando alguien nos preguntase sobre política le contestásemos preguntando qué piensa él sobre el hombre y la naturaleza humana, la historia y la sociedad, el Estado y el derecho. 
El progreso es conservar la esencia del ayer que tuvo la virtud de crear ese hoy mejor, es analizar si las metas propuestas satisfacen plenamente (sería discutible, dice Ortega, que la aceleración de los vehículos influya en la perfección esencial de los corazones que en ellos viajan) y tener claro qué entiende por bienestar, porque en ello también se juega su absoluta decadencia. 


 

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