Ramón Horcajada

Edeumonía

Ramón Horcajada


El emotivista moral

23/10/2020

Uno de los aspectos más lúcidos de la obra de Alasdair McIntyre es el análisis que hizo en su obra Tras la virtud de la influencia del emotivismo en la gestación del carácter moral de las sociedades modernas. Es un tema en el que muchos autores han insistido, ya que cuando los criterios morales se dejan al albur de las emociones las consecuencias pueden ser desastrosas. Y quizás sea este un aspecto fundamental de nuestro mundo.
En el emotivismo hay una mezcla de filosofía con psicología que sería curioso estudiar muy detenidamente, algo que E. Mounier hizo en su Tratado del carácter, pero con unas breves pinceladas podemos atisbar perfectamente cuestiones que vemos en nuestro día a día.
El sujeto emotivo se caracteriza por el eco dilatado de sus emociones, de las que necesita una alta dosis constante, de ahí que su emotividad sea tan susceptible a las insignificancias. Podríamos decir con E. Mounier que, a pesar de parecer lo contrario, hay en el fondo del emotivo una tendencia a tomarse todo en serio, de ahí que, en mi opinión, sea un sujeto tan manipulable y con el que se puede jugar fácilmente. Basta tocar cualquier tema desde la tecla de la emoción y ahí está nuestro sujeto compadeciéndose de las focas de vaya usted a saber dónde.
Su manera de ir hasta el final de todos los sentimientos, de apasionarse por cualquier cosa, lo dejan agotado y le hace infinitamente vulnerable. Nuestro sujeto es un sujeto siempre cansado, pero a la vez necesitado de adrenalina constantemente para no dejar de seguir sintiendo. De ahí que una de las más peligrosas consecuencias del emotivismo sea la ansiedad, una ansiedad sobreexcitada bajo cuyos parámetros todo es percibido con aspecto amenazador (no es casualidad que en una época como la nuestra tengamos a los alumnos más emotivos y a la vez más enclenques que viven amontonándose en las consultas de nuestros psicólogos). La ansiedad es un efecto frecuente de esta sobresensibilización afectiva. Esta ansiedad asfixia bajo la vivencia constante de inseguridad presentando continuamente fantasmas que nosotros mismos inventamos. Esperas, compras, viajes, salidas, proyectos, incomodidades y sorpresas son pretextos para sus ataques de ansiedad. De ahí su agotamiento, porque lo que queda al final es la impotencia del que acumula defensas pueriles para intentar, pero en vano, reducir el vértigo de sus temores: pólizas de seguros, sistemas de seguridad, supersticiones, consultas a la suerte, manías, y, a veces, fugas y mudanzas repetidas. Su miedo a envejecer, a morir o a permanecer sin recursos lo deja exhausto.
La persona emotiva está sin armas, vive tan atado al impulso emotivo que no puede ordenar sus emociones valorando perspectivas más amplias.  Por eso, el estrechamiento de miras es uno de los efectos dominantes del hábito emotivo. No es casualidad que en una época de emotivismo como el que denunciaba McIntyre y que vivimos plenamente, los populismos llegasen para solucionar los problemas de nuestras democracias.
Y muy relacionado con esto, la emotividad siempre va unida a la inconstancia en el humor. El mundo del emotivo es una oscilación constante de pulsiones, de ahí que en una misma crisis, y bien manipulado, sea capaz de experimentar diversas emociones, casi contrarias. Por eso en un mundo tan emotivo sólo se promueven héroes, pero no hombres y mujeres de acción. A un héroe se le consume rápidamente y que pase el siguiente.
El tono del emotivo es de violencia y pasión, ya que no puede contener nunca enteramente el fuego que hay en él. Es impaciente con obstáculos y contradicciones, muy dado al insulto y a los gestos impulsivos, a la risa histérica, a los fanatismos políticos y religiosos, explosivo. Pero necesita también sentirse siempre acompañado, es casi exhibicionista, se da de forma vulgar porque tiene necesidad de aprobación, es inseguro consigo mismo. Es generoso y egocéntrico, necesita hacer de la realidad algo conmovedor (campañas y campañas de solidaridad con rostros del que sufre), pero para ello renuncia constantemente a la objetividad, a la verdad (posverdad o “mentira emotiva”, eutanasia, etc.). Tiene el don de hacer de su mentira algo inocente y bienintencionado. Y cuando debe afrontar la verdad lo hace como el niño que patalea, cabreado y rabioso.
La moral dejada en manos del emotivismo no conduce a nada.