Antonia Cortés

Desde mi ventana

Antonia Cortés


El mendigo

02/03/2023

Una necesidad: regresar al origen. Pasear por la niñez; pararse en los escalones de una puerta para rememorar otros encuentros; buscar los rincones que traen recuerdos lejanos aún presentes; relajarse con el sonido del mar cuando la tarde cae y los cielos se pintan de colores; escuchar las palabras de los que no están, el susurro de sus anhelos, las risas de unos niños ya adultos; observar un pequeño mosaico en la pared y comprender tantas cosas…
Hay inquietud en ese tren que avanza, que deja hermosos paisajes en su trayecto, que muestra los cambios… Horas de recorrido real, menos de las que transcurrían antaño, que se llenan de pensamientos, de tantos ayeres, de abrazos perdidos, de juegos que arrancan sonrisas, también de miedos, los que dicen que no sabes qué te vas a encontrar… Y ya, a lo lejos, un mar que revela que el destino está cerca.
Y respira antes de coger su pequeña maleta. Su paso es lento como si no quisiera perder detalle, perderse. Camina en un presente que viaja al ayer, entre la nostalgia y la felicidad, entre el ahora y el siempre. Poco dura su silencio, el buen sabor del retorno. Un mendigo le increpa, le exige dinero, rompe su equilibrio con la brusquedad de una piedra sobre un cristal. Hay una negativa a dar ante la agresividad; también a aceptarla. Breves minutos que se hacen eternos mientras la sensación de mala suerte se instala en esa especie de huida.
Mal inicio ante tanta ilusión. Pero el mar está cerca y las risas de antaño vuelven para calmar el momento. Una anécdota que invita a la tranquilidad. Recuerdos para olvidar otros. Y siguen los paseos, ese y al día siguiente. Las calles están llenas de gente, distintos escaparates y casas que aguantan el tiempo, que lo escriben. Y regresan las mañanas y las tardes de esa mano que aún se siente, la que no te deja caer o te levanta, las golosinas compartidas, las lecturas en soledad. No, no es posible, se dice mientras ve la figura de un hombre abandonado dirigirse hacia  él. Y vuelven los gritos que piden dinero. Gritos contestados con gritos ante la mirada asustada de una niña. Y de nuevo se va, ya no con la tristeza del día anterior, sino con la rabia y mal humor de la segunda vez y la sensación de que habrá una tercera.
La necesidad de volver es más rotunda que la contrariedad de ese mendigo que llena de pinceladas grises su perfecto cuadro. Por eso, disfruta de su viaje, recorriendo callejuelas y buscando la paz. Pero ahí está, pidiendo en una iglesia. Apocado, callado y sin los efectos que provocan los excesos. Duda, pero al final se acerca a él, le da una moneda y le pide hablar. Quiere explicarle cómo se ha sentido, el dolor y el miedo que causa. El mendigo escucha. Las últimas palabras son de agradecimiento. De los dos. Y así se despiden, con la mano en el corazón y una lección de vida por comprender.