José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Entre dos luces

17/11/2020

Nunca el paseante urbano se había escapado entre dos luces por esa vía. Ocurría sin premeditación. Cuando la noche venía por los predios de La Poblachuela y el cielo parecía en ese momento más alto que nunca y la luz recortaba el horizonte como en un ciclorama inmenso. Cuando el día se iba muriendo arrastrado por las horas inacabables y la noche pareciera que —en los márgenes de la ciudad— no quería cubrir todavía las extensiones que circundan, húmedas, las últimas urbanizaciones. 
Entre dos luces, como si tan poética expresión quisiera pintar un estado de ánimo o una circunstancia de país o un inalcanzable asombro, el paseante se había cruzado antes con su amigo Luis, de regreso, que le recordó la bienaventuranza del laboratorio Pfeizer que nos trae ya mismo la primera vacuna, aunque Europa, le advierte, no quiso entrar en el proyecto americano. Y también regresaban de la vía, para incorporarse a las negruras asfálticas de la ciudad semiabandonada, otros compañeros de caminatas huérfanos también o presos como el paseante, porque salir es huir, una huida, lo dice el monólogo de Tilda Switon en el corto de Almodóvar La voz humana, acaso uno de sus mejores trabajos.
El paseante en su soledad silenciosa se ha entretenido contando setenta farolas en la banda de los andarines, hasta el puente bajo la autopista de Puertollano, incluso rebasándolo, pero solo treintaytantas en el carril ciclista. Acaso solo los andantes necesiten de esa luz que acompañe y proteja el ejercicio en las horas oscuras, mientras las bicis ruedan como luciérnagas de metal en la tiniebla. Y volvía ya el paseante y cruzaba el parquecito llamado Chiapas y se reintegraba el tráfago urbano, dejando atrás que si ruta del Quijote, que si panel de volcanes calatravos, que si señal abstrusa de metrominuto… Y regresaba a un parque Gasset atravesado ya por la noche de noviembre y por las sombras que caían desnudas sobre las reproducciones —cosa de chapa y pintura— del Museo del Prado, que celebra los dos siglos enseñando fuera cincuenta de sus mejores tesoros pictóricos: unas chicas enfocaban la linterna del móvil para leer la cartela del Autorretrato de Durero, tan rubio, tan apuesto, tan bien vestido y pintado, y el paseante se detenía otra vez en el Saturno devorando a su hijo, que la luminosa mañana del domingo anterior lucía, bajo el sol amable, menos profético, menos desgarrador, pero tan expresionista y todavía más premonitorio y moderno que cuando salió de las negruras de Goya. Cuestión de luces.