Mientras que para Kant, por ejemplo, era la ética la que nos introducía en el reino del alma y de Dios, hoy asistimos al intento más serio por el que se ha intentado eliminar aquello que nos introducía en el misterio: la libertad. Saber quiénes somos hoy para muchos incluiría contar con que somos seres en los que la libertad es algo ficticio.
Pero asistimos también a mi juicio, a un espectáculo contradictorio: en el momento en el que más profundamente se ha querido eliminar la libertad, más se ha escrito sobre ética, educación en valores, derechos y justicia. A un ser al que se le quiere reducir al determinismo de unas neuronas diciéndole que el yo no existe, se le exige luchar para salvar la naturaleza y a defender, por ejemplo, los derechos de los más necesitados. Pero si todo es un mecanismo neuronal regado de sustancias contra el que poco podemos hacer, ni el discurso de la justicia ni el discurso de la exaltación del yo tendrían sentido. Valoramos la autorrealización, la autenticidad, el yo verdadero, la autonomía, el espíritu crítico precisamente cuando el concepto mismo de yo está más cuestionado y negado.
Yuval Noah Harari, materialista y, por tanto, no sospechoso, ha señalado esa "disonancia cognitiva" de una cultura que sigue venerando al individuo autónomo en el plano ético-político mientras niega la libertad psicológica en el plano científico y antropológico. "(El liberalismo cree) que cada votante, cliente y espectador debería usar su libre albedrío para crear sentido, no solo para su vida, sino para todo el universo. (Pero) Las ciencias de la vida socavan el liberalismo y aducen que el individuo libre es solo un cuento ficticio pergeñado por una asamblea de algoritmos bioquímicos. En cada momento, los mecanismos bioquímicos del cerebro dan lugar a un destello de experiencia que desaparece de inmediato. Después aparecen y desaparecen más destellos, … Estas experiencias momentáneas no suman para dar una esencia duradera. (…) Los humanos somos maestros de la disidencia cognitiva, y nos permitimos creer algo en el laboratorio y algo totalmente diferente en el tribunal o en el Parlamento (…) Incluso Richard Dawkins, Steven Pinker y los otros campeones de la nueva concepción científica del mundo rehúsan abandonar el liberalismo. Después de dedicar cientos de páginas eruditas a deconstruir el yo y el libre albedrío, efectúan impresionantes volteretas intelectuales que milagrosamente los hacen caer de nuevo en el siglo XVIII, como si todos los asombrosos descubrimientos de la biología evolutiva y de la neurociencia en absoluto tuvieran relación con las ideas éticas y políticas de Locke, Rousseau y Thomas Jefferson".
El discurso de nuestro mundo está repleto de incoherencias. Hablamos más que nunca de libertad y se nos reduce a meros autómatas determinados por sus neuronas; no cesamos de hablar de dignidad y de argumentar contra la injusticia que supone la pobreza del inmigrante que cruza fronteras a la búsqueda de una vida mejor, pero resulta que ya no sabemos si nuestras mascotas tienen más dignidad que ellos (de hecho, viven cien veces mejor que ellos, lo cual ya es una respuesta); hablamos más que nunca de igualdad y de otros muchos valores, pero al mismo tiempo gritamos que son relativos y producto de convenciones sociales; hablamos más que nunca de razón (instrumental, dialógica, científica, etc.), pero al mismo tiempo se afirma que dicha razón es un mero producto de la evolución dirigido por fuerzas ciegas e irracionales; hablamos más que nunca de justicia, pero cuando realmente toca juzgar, la norma autoimpuesta es "¿y quién soy yo para juzgar?" (olvidando que el juicio puede estar teñido de misericordia en ese deseo tan humano de ser amados y acogidos).
O somos seres racionales y libres o somos bípedos sin plumas, pero deberíamos aclararnos. ¿Qué sentido tiene tanta educación en valores en nuestras leyes educativas si realmente somos seres cuya libertad es pura ficción? Hemos convertido todo en un teatro y deberíamos aclarar qué somos para saber por qué tenemos que luchar.
Detrás de tantos avances, detrás de tantos siglos de humanismo y de búsqueda incansable del ser humano, como señala Rémi Brague, nos encontramos avocados a guardar silencio sobre una cuestión tan sencilla como la siguiente: ¿es bueno que haya seres humanos? ¿Es bueno que existamos? ¿Para qué todo cuanto hacemos si la vida la convertimos en una huida hacia delante aterrados por esta pregunta?