Ramón Horcajada

Edeumonía

Ramón Horcajada


Desconcierto en las aulas

02/12/2022

Llevo veinticinco años en la enseñanza y he vivido cuatro leyes educativas distintas, todas con una característica común: era peor que la anterior. Si hoy preguntan qué es ser un buen arquitecto, un buen médico, un buen mecánico o un buen camarero, todos lo sabríamos, pero nadie sabe ya qué es ser un buen profesor. Esto es lo único que se ha conseguido con tanta broza, crear tal confusión que ya no se sabe qué es enseñar y qué es aprender.
Cuando no hay contenido, se busca la forma vacía de la apariencia. Así me enseñaron a ver las cosas quienes han sido mis maestros a lo largo de la vida. Y es verdad. Por eso, cuando no se sabe enseñar ni qué enseñar, se crea el oficio de la pedagogía. Igual que cuando ya no se sabe cómo educar ni en qué educar nos inventamos la figura del educador. Todo es formalismo sin contenidos, metafísica de la metafísica para no saber qué se está diciendo. Cojan ustedes la nueva ley educativa y verán de lo que hablo. Nadie, absolutamente nadie de mi entorno entiende ni una sola palabra. De lo que hablamos es de que miles de docentes están pasando horas y horas intentando descifrar el enigma de cómo poder llegar a poner una nota a un alumno. Nos hemos vuelto locos. 
En relación a lo anterior, a lo largo de estos años he visto cómo el Ministerio de Educación pasaba de evaluar por «conceptos, procedimientos y actitudes» a evaluar por «estándares» y ahora a evaluar por «competencias que empiezan en un perfil de salida del alumno, el cual marca dichas competencias y sus descriptores operativos». Es imposible que en tan poco tiempo se pueda demostrar el éxito o el fracaso de cada una de esas opciones. Y es que la educación se ha convertido en un laboratorio en el que experimentar lo que al que está en el poder le apetezca en nombre de teorías ni contrastadas ni comprobadas. Detrás de ellas sólo hay ideología, el auténtico cáncer de nuestra sociedad.
Jamás se ha invertido tanto en educación, en recursos, en materiales y en todo lo que queramos, jamás los cursos han durado tanto como ahora y, sin embargo, es la época en la que más frustración se percibe en el profesorado y en la que el conocimiento del alumnado es más ridículo. ¿Todo en nombre de qué? No lo sé, la verdad. 
Asistimos, junto a la concreción de la nueva ley, a un proceso de digitalización ya sin freno que está suponiendo millones de euros para el Estado. Pero es una gran contradicción hablar de digitalización cuando los contenidos dejan de existir y se reducen al máximo. La digitalización por la digitalización acaba en el vacío. Las nuevas «situaciones de aprendizaje» evitan la asunción de contenidos, con lo que el problema es qué es lo que hay que digitalizar. Un ejemplo: la «situación de aprendizaje» de primero de Bachillerato de Latín en la que se aconseja comparar el peinado y la moda de Roma con un desfile de moda actual y que el alumnado acabe reflexionando sobre los hábitos de vida saludables. Insisto, primero de Bachillerato de Latín. ¿Supone la digitalización que el alumnado presente algo sobre esto en un PowerPoint o en un Prezzi? ¿Tanto para esto? Puro vacío, digitalización de la nada.  
Todo este espíritu ha ido materializándose en situaciones tan dantescas como que numerosos alumnos resuelven en septiembre no comprar el libro de una asignatura porque han decidido ya en ese momento «dejársela». Si van a recibir el título con dos materias suspensas, aunque sea con un cero, siempre que se demuestre que no ha habido abandono (han leído bien, sí), ellos mismos ya han decidido qué asignaturas suspender. El curso pasado ya hemos vivido la misma situación en Bachillerato: la entrega del título con un uno o un dos en alguna materia del currículo. ¿Qué se esconde detrás de esto? Considero un argumento simplista el que dan algunos, el de crear borregos para manejarlos mejor. Quizás sea cierto, pero creo que lo que se esconde detrás es más profundo y es un concepto de justica que no tiene nada que ver con ella. No hay concepto de justicia que aguante semejante despropósito. Detrás de ese concepto de justicia no existe un concepto real de persona, busca enemigos donde no los hay y ha degradado los valores más importantes por los que puede moverse un ser humano. 
Triste futuro el que veo en todos estos temas. Sólo me cabe una pequeña esperanza, como siempre digo, y es la de que cuando pienso en aquellos que dentro de ochenta o noventa años miren a nuestra época, me los imagino desternillándose de risa.