José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Trozos de vida

09/02/2021

Que los libros tienen vida propia es algo sabido. Libros, hablo, de los que se materializan en objetos, de los que adquieren volumen y forma impresa, grosor y olor a tinta, de los que se alinean en estanterías e invaden habitaciones colmatando altillos y rincones, los que acolchan y curan la vida y nos preguntan y nos sacuden el alma, e incluso a veces se ocultan.
Me refería a uno bien ordenado en su correspondiente estante, entre Laforet y Larra. Por ese trotar independiente que tienen, me salía al paso reclamando, treinta años después, una nueva lectura. De haber sido compañero de curso o de internado lo habría tenido muy cerca (uno, siempre entre los Jiménez y los López). Hablo de Luis Landero y sus Juegos de la edad tardía, la novela de su madurez tardía, su primera y acaso la mejor, exitosa y reconocida en 1990 con el Nacional de la Literatura y el de la Crítica, tallada por un buril poético y una fantasía imaginativa sorprendentes. 
Me preguntaba si los libros los hace también el tiempo en una especie de confrontación sin fin o es la literatura quien modela el paso del tiempo y a su vez nuestra percepción de lo real. Tres décadas atrás nuestros ojos, como escribe referido a un personaje, podrían ser más «inexpresivos y cerámicos» al acompañar la quijotesca peripecia impostora de su oficinista Gregorio vestido por dentro y por fuera de escritor Faroni. Se cuestionaba Landero el estatuto de lo real y lo ficticio, lo quebradizo e incierto de la realidad y hasta qué punto el arte es una máscara inocente y la imaginación un juego tan peligroso como nutricio.
Retrato compasivo de nuestra fragilidad imposible, aquellos Juegos me encontraban ahora en una vida fuera del tiempo, porque como dice Jean-Claude Carrière en su libro de conversaciones con Umberto Eco Nadie acabará con los libros, cuando «nos sentimos un poco solos, un poco deprimidos, podemos acudir a ellos, y por otra parte, a veces hago inspecciones y descubro cosas escondidas cuya presencia había olvidado». Pero es que a veces esas cosas escondidas son tan tangibles como un billete de metro o una entrada del cine a modo de casual punto de lectura, o como, entre las páginas de este volumen, el extracto de la Caja Postal de una transferencia mensual —en cuyo blanco respaldo anoté algo de la novela— y esta hojita cuadriculada arrancada de un bloc: «Hola: estamos en el camping, acabamos de llegar. Venimos a tomar café con vosotros. Elías, Sara, Bruno y Montse». Era un verano cantábrico y aquel libro había viajado conmigo hasta el mar de Isla para retornar palpitante hoy, con estos trozos de nuestra vida.