Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Días de reencuentro

28/12/2020

Pocas emociones tan fuertes como los reencuentros que se producen estos días en aeropuertos, estaciones de ferrocarril y de autobuses, entre padres anhelantes e hijos procedentes de cualquier punto o rincón del globo.
El pasado martes, tras días frenéticos deshojando la margarita, dos de mis hijos y un nieto, después de hacerse todas las pruebas imaginables para tener la seguridad, primero, de que iban a poder pasar la frontera sin mayores incomodos, y segundo, que su presencia en nuestra casa, que es la suya, no iba a ocasionarnos problemas de posibles contagios, después de cruzar el Continente de Norte a Sur, lograron llegar a Albacete y reunirse con nosotros. Sus semblantes cansados, pero ilusionados, lo decían todo.
Pocas fiestas invitan al reencuentro como éstas. Quienes vivimos instalados y aburguesados en nuestros hogares perfectamente acomodados, no podemos ni siquiera imaginar el altísimo grado de emoción que la proximidad de estas fechas genera en los cientos de miles de jóvenes –nuestros nuevos emigrantes– que, por culpa de una funesta planificación educativa, han tenido que buscar a miles de kilómetros de su casa una solución a sus vidas. Son muchos los que todavía ignoran que cientos de miles de familias de todas las regiones de España han tenido que sufrir en sus carnes el desgarro de ver partir un día a sus hijos allende las fronteras, por tierras extrañas, para poder ejercer la especialidad universitaria para la que estudiaron y se prepararon, en trabajos no siempre bien remunerados.
Desarraigarse es muy duro, tanto o más como volver a echar raíces allá donde el azar o la oportunidad te han llevado. El enorme trasiego que se percibe en estas fechas en aeropuertos como Barajas (aunque no este año por razones obvias), con jóvenes procedentes de los países más inimaginables, nos puede dar una idea de la magnitud del fenómeno al que me estoy refiriendo.
Es evidente que las familias tienden a deshacerse con la nueva modalidad de vida que nos hemos, o nos han impuesto; una vida de auténtico frenesí y desasosiego (el maldito sistema norteamericano en el que el ser humano queda supeditado casi siempre a la producción; donde hombre y mujer terminan convirtiéndose en hormigas laboriosas que ni siquiera reconocen el canto del ruiseñor). Pero me consta que hasta las almas más opacas y encallecidas, cuando llega diciembre se acuerdan de los orígenes, de la paz, de la familia, de la simplicidad con que vivieron aquella infancia, por lo general feliz, y aquella adolescencia preñada de ilusiones que, con los años, se fueron desprendiendo una  a una del árbol de la vida.
Por eso, lo que ha ocurrido este año no tiene parangón. El esfuerzo que los que se han decidido a venir raya en lo heroico. Regresar a España para estar con los seres queridos poco más de diez días,  bien protegidos con sus mascarillas y llevando en sus mochilas las pruebas pertinentes que demuestran que están limpios, que no van a propagar el contagio, y que, por supuesto, no van a contagiar a los padres y abuelos, ha sido una tarea titánica.
Habría que remontarse a los años anteriores a la muerte de Franco para recordar la enorme tensión que conllevaba pasar una frontera donde te registraban hasta las costuras, o te sometían, como en el Reino Unido, a un verdadero examen detrás de un pupitre. El mundo está cambiando a peor y el miedo se está instalando en los intersticios de la sociedad como la hiedra en las hendiduras de los muros. El maldito 2000 marcó un hito, evidentemente para mal. Sin embargo, y pese a los múltiples pesares que vemos a diario, siempre nos quedarán las caricias de los reencuentros, la emoción del abrazo y el júbilo del regreso a Ítaca. Ante eso no hay Covid que valga.