José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


La Mancha como acotación

22/11/2022

Pasarán los siglos y seguiremos sin saber qué es La Mancha. Una ficción. Un libro universal. Una colección de viajeros tan soñadores, o tan irreales, como el Caballero de la Triste Figura. Al cabo no sabremos siquiera si existe. Si la realidad tiene un estatuto propio o no. Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho, se preguntaba: «Si la vida es sueño, ¿por qué hemos de obsesionarnos en negar que los sueños sean vida? Y todo cuanto es vida es verdad. Lo que llamamos realidad ¿es algo más que una ilusión que nos lleva a obrar y produce obras?».
Que La Mancha como concepto sigue girando y los molinos tienen derecho a seguir siendo gigantes y los carneros ejércitos, y los paisajes construcciones literarias, se verifica en textos recientes como el publicado por el excatedrático de Arte de la UCLM Miguel Cortés, en su libro Azorín y La Mancha (Nausícaä, 2022). El autor, que también gusta de viajar en tren, como Azorín, porque es el único medio de transporte que te permite leer, tomar notas y observar, acompaña una vez más al histórico viaje que el novelista alicantino, a sus 32 años, realizó a La Mancha para escribir quince artículos sobre la ruta manchega del Quijote, encargo del periódico El Imparcial. Era 1905, el III centenario de su publicación y la mirada azoriniana fijó —para lo bueno y para lo malo— una visión y un itinerario de lo manchego/quijotesco.
Cortés va completando ese y sucesivos viajes de Azorín con los periplos y las opiniones de otros viajeros y escritores, incluso extranjeros. Deja hablar —sin inmiscuirse en asunto tan desbordante como este— a los que pasaron, a lo largo del tiempo, por los pueblos toledanos de Torrijos, Maqueda, Esquivias o El Toboso, por Valdepeñas, Infantes, Argamasilla de Alba, Ciudad Real, Ruidera o la cueva de Montesinos. Pero también trae la pintura de López Torres y de Prieto —tan distintos en apariencia—, de Andrade, que solo vio agua donde otros el secano, de Benjamín Palencia, que viró al surrealismo de llanura, y la escritura del poeta Juan Alcaide y del novelista García Pavón, que habló de «caminos sedientos, sin más oasis que las ventas o el menguado Guadiana», más cerca sin duda de la mirada nada complaciente de Azorín, que retrató la «llanura solitaria, monótona, yerma y desesperante», donde mezcla melancolía, admiración y desencanto, a tono con la decadencia de Castilla, que de La Mancha verde y húmeda que vio el santanderino Víctor de la Serna a mediados de los cincuenta.
En definitiva, Cervantes no describió paisajes sino acotaciones escénicas, dice bien Miguel Cortés. Ni tampoco, digo yo, rutas lógicas, sino elipsis geográficas y temporales casi cinematográficas. La noción y el sentimiento de paisaje solo llegará con Galdós y los escritores del 98. Y en esas seguimos estando.