Editorial

Brasil, entre la esperanza, el odio y el temor a una hostil transición

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La estrechez de la victoria en las elecciones brasileñas del izquierdista Lula da Silva sobre el ultraderechista Jair Bolsonaro retrata mejor que nada una sociedad fracturada por la mitad tras el enfrentamiento de dos proyectos antagónicos en una segunda vuelta donde muchos votaban contra uno de los dos candidatos más que a favor. Lo peor es que las primeras horas tras el cierre del apretado escrutinio denotan que con este resultado no se acaba el pulso ni la polarización en la que lleva instalada demasiado tiempo la mayor potencia económica de Latinoamérica.

A sus 77 años, el candidato del Partido de los Trabajadores vuelve al poder tres años después de salir de la cárcel, donde pasó 580 días acusado de corrupción, y tras dos décadas de su primera llegada a la presidencia nacional. Al frente de una coalición abierta a centristas e incluso conservadores, mucho más allá de su anclaje político original, Lula se enfrenta ahora al reto de restaurar la unidad resquebrajada durante los últimos cuatro años por el populismo provocador y agresivo de Bolsonaro, cuyo polémico mandato ha estado ejemplificado por el pésimo manejo de la pandemia de covid-19, el saqueo de la Amazonía, los ataques a las instituciones democráticas y un flujo constante de bulos y declaraciones racistas, sexistas y homofóbicas. Bolsonaro deja un legado envenenado en demasiados ámbitos. Si bien el recrudecimiento de la pobreza está ligado a las consecuencias de la crisis económica mundial, los errores y malas decisiones han empeorado la situación. Lula se compromete a luchar contra la pobreza y contra el hambre que ha vuelto, poner el respeto por el medio ambiente en el centro de su acción y restaurar el lugar de Brasil en la escena internacional. Es tal el reto que su bagaje no parece suficiente para sortear tantos obstáculos. Contará con la ayuda, eso sí, de gran parte del continente sudamericano, que con él refuerza un histórico viraje a la izquierda. 

Lula no es el mismo que cuando ganó las elecciones hace veinte años. Parece que no ha perdido su capacidad de inspirar esperanza, pero en este tiempo se ha diluido gran parte de su credibilidad. Eso significa que tiene menos poder para desplegar sus antiguas dotes de negociador y estadista. Y lo que también tiene es un rechazo popular casi tan alto como el de Bolsonaro. Muchos brasileños realmente le odian. Debe dirigir un país desgarrado, con perspectivas económicas inciertas y con un 'bolsonarismo' institucionalizado en frente que no se lo pondrá fácil. Al militar retirado aún le quedan dos meses como presidente. El hombre al que se ha comparado muchas veces con el expresidente de Estados Unidos Donald Trump no debería imitarlo por última vez, lanzándose a un desafío a los resultados que pondría peligrosamente a prueba a las instituciones del gigante sudamericano.