La pluma y la espada - Cabeza de Vaca

Sus peripecias guerreras y otras que no lo fueron tanto (II)


Su obra ‘Naufragio’ le otorgó fama, lo que le valió para realizar un segundo viaje en el que descubrió las cataratas de Iguazú

Antonio Pérez Henares - 06/02/2023

Cuando Álvar Núñez Cabeza de Vaca llegó a América, era ya un hombre maduro, más cerca de los 40 que de los 30 y curtidos, como muchos de los que arribaban en no pocas lides y batallas. Él las había librado tanto en Italia, contra los franceses, donde partió muy joven, como luego en España, formando en el bando realista contra los comuneros. Su vida, además, había quedado marcada al quedar huérfano de padre y madre apenas cumplidos los ocho años. Había nacido en Jerez de la Frontera en 1488 de familia hidalga. Hijo de Francisco de Vera y Teresa Cabeza de Vaca, y fue criado por su abuela y su tía, ambas de los Cabeza de Vaca. De por vida estuvo apegado a ellas, a las que entendía como su verdadera familia. Sus primos, los hijos de su tía casada con Pedro de Estopiñán, fueron para él sus hermanos y como tal se comportaron en los peores momentos, permaneciendo a su lado, siempre fieles y leales, incluso cuando fue devuelto a la Península encadenado por el fundador de Montevideo, Domingo de Irala. Su trato con los Vera fue escaso y no exento de disputas, sobre todo con sus tíos. De hecho, no utilizó nunca el primer apellido paterno, el de los Vera, sino otro, el Núñez, vincula a ese linaje. 

Su abuelo, Pedro de Vera, fue conquistador y gobernador de Gran Canaria, caído después en desgracia por prestar apoyo a la señora de La Gomera, la bellísima y cruel Beatriz de Bobadilla, amante del rey Católico y de Cristóbal Colón, y participar en su sangrienta represión contra los nativos, para luego, además, venderlos como esclavos. Álvar no parece guardar hacia él, hombre muy amargado en su vejez, demasiada simpatía. Todo lo contrario, de la admiración que profesa hacia su tío, casado con la hermana de su madre, Pedro de Estopiñán, conquistador de Melilla, y que nombrado Adelantado para las Indias por los reyes, no llegó a tomar posesión al morir antes de embarcar en su viaje.

Desde muy joven mostró inteligencia, ansias de saber y gusto por las letras. Emprendió la carrera de las armas y marchó a Italia en 1511. Su bautismo de fuego tuvo lugar en la batalla de Ravena, perdida por la coalición de la que España formaba parte, pero donde la infantería nacional dio muerte al jefe francés, el Conde de Foix, y pudo replegarse con orden, para un tiempo después tomarse la revancha y ganar la guerra. Cabeza de Vaca, ya con el rango de Alférez, sentó plaza en el gran fuerte de La Gaeta, llave de Nápoles.

Vuelto a su Andalucía natal entró al servicio de los duques de Medina Sidonia, formó parte de las tropas realistas contra los comuneros participando en la toma de Tordesillas y en la victoria definitiva de Villalar, donde asistió a la decapitación de los líderes comuneros.

Inquisición

En el palacio de los duques se vio en vuelto en un asunto que a punto estuvo de ponerlo en manos de la Inquisición. El tercer duque se había casado con una nieta de Fernando el Católico, Ana de Aragón, hija de su primogénito, antes de hacerlo con Isabel, y uno de los muchos de tal condición que procreó, al que hizo arzobispo de Zaragoza y que tampoco guardó castidad sacerdotal alguna. El problema surgió por la inapetencia carnal del duque y su incapacidad de consumar la coyunda marital. Se les ocurrió a los hermanos del duque animarlo con algunas profesionales del placer acarreadas de la mancebía sevillana y que, tras calentarlo, se encendiera con la duquesa. Pero no hubo forma y sí mucho desenfreno, pues lo que el duque despreció aprovecharon otros y llegado a oídos clericales, Álvar, considerado muñidor de la jugada, estuvo a punto de pagar por todo. El pequeño de los Medina Sidonia lo libró del trance. 

La cosa tuvo un curioso final. La desgana conyugal fue llevada ante el mismísimo emperador Carlos y este le expropió el titulo al duque por «Mentecato e impotente», la iglesia decretó la nulidad del matrimonio, y su hermano se quedó con el título y la mujer, pues se casó de inmediato con ella y, esta vez, la nieta de don Fernando ya tuvo al fin descendencia ducal.

Álvar soñaba con embarcar para América, y al fin lo consiguió, como segundo en la escuadra de Pánfilo de Narváez, que iba a la conquista y población de la Tierra Florida, descubierta por Ponce de León, que había allí encontrado la muerte a causa de una flecha envenenada. 

Don Pánfilo era aquel que, enviado por el Gobernador de Cuba, Velázquez, quiso detener a Cortés, para entonces ya en Tenochtitlan. Este se presentó ante el campamento de Narváez, que triplicaba sus efectivos, lanzó un ataque fulgurante, lo derrotó en un verbo, gran parte de sus tropas se pasaron a su bando y Pánfilo le quebró un ojo en el combate. O sea que lo dejaron tuerto. 

La flota hacia la Florida contaba con cinco naves y más de 600 almas. Narváez volvió a demostrar desde el principio su incapacidad para el mando. En Santo Domingo se demoró tanto que le desertaron más de 100. Y, cuando repuso alguno y llegó al destino, se adentró en la floresta, contra el criterio de Cabeza de Vaca, sin intérpretes y sin tener idea de donde iba. 

Sentencia

Para colmo, ordenó a las naos que se fueran en busca de un puerto cristiano, que tampoco sabían donde estaba, y que no los esperaran. Álvar sentenció, y así lo deja escrito en Naufragios, que, de hacerlo, «ni el gobernador volvería a ver los barcos, ni los de las naos volverían a verlos a ellos». 

Narváez le insultó, insinuando que sus reparos eran por cobardía, que no fuera de la partida, y, ofreciéndole el mando de los bergantines, a lo que le jerezano contestó con indignación, exigiendo no solo ir, sino encabezando las entradas en los poblados indígenas y los combates. Los barcos iban al mando de un gran piloto de la época, aunque Álvar no parece valorarlo en mucho, Antón de Alaminos, veterano de aquellas aguas, y que había andado con Hernández de Córdoba y luego con Grijalba en las expediciones al Yucatán, y antes de ellas, previas llevado a Ponce de León a descubrir la Florida y él, por su parte, dejar señalada en las cartas la Corriente del Golfo, de enorme importancia para la mejor vuelta de las naos y carabelas castellanas hacia España. 

Pánfilo de Narváez quería a toda costa emular a Cortés y encontrar urbes de grandes palacios y un imperio que conquistar. Lo que halló fue pueblos de miserables, selvas impenetrables, ciénagas, pantanos y los terribles flecheros semínolas que, como sombras, les combatieron. Álvar, en quien Pánfilo había sugerido cobardía, fue quien encabezó las entradas y la resistencia y, finalmente, la decisión de buscar de nuevo el mar, construir unas barcas e intentar costeando sobrevivir.

Se fueron comiendo los caballos que les quedaban, dos, y sacrificado el último embarcaron. Botaron cinco embarcaciones en las que se apretaron casi 250 hombres. Pasando hambre y sufriendo sed, llegaron a la desembocadura del Misissipi.

Narváez, renunciando ya a cualquier autoridad, vino a decir el «¡sálvese quien pueda!» y las cinco barcas se dispersaron. De la de Pánfilo y otras dos no quedó nadie con vida. La de Cabeza de Vaca llegó a la isla de Mal Hado, hoy Galvestón, donde naufragaron perdiendo todas sus armas. Allí hallaron a la de los capitanes Castillo y Dorantes, y todos acabaron en manos de los indios, que los esclavizaron. El infierno fue atroz y de los cerca de 90 que habían arribado tan solo quedaron 16. Hubo hasta casos de canibalismo y los indios los iban a matar a todos, porque ellos estaban muriendo también, pero Álvar logró convencerlos de que no lo hicieran.

Buena fama

Cabeza de Vaca empezó a tener fama de sanador y le dieron cierta libertad de movimiento. Se hizo buhonero e iba de tribu en tribu con abalorios y baratijas que él mismo fabricaba, e imponiendo las manos a los enfermos mientras rezaba el Padrenuestro. Pasaron años así y el maltrato, el hambre o directamente lanzazos de sus captores fue dando muerte a los españoles hasta solo quedar otros tres, que fue ya los únicos que Álvar pudo localizar vivos, cuando entendió que la única esperanza era huir y comenzar a caminar hacia el Oeste al encuentro de los compatriotas: los capitanes Castillo y Dorantes, y el negro Estebanico, criado de este último. Su mayor apoyo y mejor amigo había sido desde el comienzo de la expedición el capitán salmantino Alfonso del Castillo y Maldonado. 

Este segundo apellido me puso sobre la pista de su condición y de su marcha a América, de la que no quiso regresar nunca. Tan solo lo hizo una vez, y fugazmente, para reclamar una herencia, pues le habían dado por muerto. Para mí tengo que era de la ilustre familia que comandó a los comuneros, Francisco Maldonado, ajusticiado en Villalar, y su primo Pedro, que se salvó aquel día, pues estaba casado con la sobrina del conde de Benavente, jefe de las tropas realistas. 

Pero al año fue decapitado también, porque el rey Carlos consideró, tras perdonar a los sublevados comuneros ya vencidos, que los de condición nobiliario, y los Maldonado lo eran, habían cometido doble traición, por esa condición de nombre y su mayor obligación para con la corona. Está documentado que Castillo Maldonado pertenecía también a la pequeña nobleza salmantina. Así que verde y con asas. Era familia muy directa de los líderes ajusticiados y no tenía gana alguna de volver a su tierra.

Los cuatro supervivientes iniciaron la increíble travesía y el prestigio de Álvar y su conocimiento de las lenguas que había aprendido y su carisma le permitió seguir avanzando y salir de las selvas, para ir ya al territorio de las praderas, donde dieron con los sioux y los comanches y vieron a los búfalos, a los que Álvar bautizó como «vacas corcovadas», al recordarle a las vacas moriscas de su Jerez. Entre ellos, Álvar alcanzó el prestigio de Gran Chamán, sobre todo tras salvarle la vida al hijo de un jefe y extraerle una punta de flecha en una delicada operación. Sus tiempos y experiencia de soldado le fueron muy útiles. A partir de allí, las tribus se disputaban su cercanía y los acompañaban hasta el territorio de la vecina a la que solo se lo entregaban a cambio de grandes regalos.

Cabeza de Vaca y los suyos lograron al fin dar con indios, que ya vivían en casas de asiento, y llegaron incluso a una población de cierto empaque, Paquimé (Casas Grandes), rodeada de fértiles cultivos en regadío que luego daría lugar al mito de las 7 Ciudades de Cíbola (los españoles también llamaban 'cíbolos' a los bisontes). A Álvar le sorprendió organización, convivencia y nivel de civilización de aquellas gentes y dejó escrito que, de saber tratarlos como merecían, serían los «mejores cristianos y los mejores súbditos de su majestad».

Encuentro

Llegaron los cuatro a la costa Pacífica, tras descender de la Sierra Madre por la Barranca del Cobre, y allí dieron al fin con la huella de los cristianos. Habían tardado nueve años. No tardaron en encontrarlo y el disgusto fue total. Eran tropas del Gobernador de Guadajalara (México), Nuño Beltrán de Guzmán, que solo tenía como objetivo el «herrar»a todos cuanto pudiera y venderlos como esclavos. 

Eso quisieron hacer con los cientos que seguían a Cabeza de Vaca, a los que este defendió con fiereza, y se produjo un enfrentamiento con los recien llegados, que acabaron por sentirse prisioneros de sus compatriotas. Finalmente, el alcalde castellano de Culiacán, Melchor Díaz, los acogió y, sabedor de que Beltrán de Guzmán estaba en clara rebeldía contra las leyes de la corona, que prohibían estas prácticas tajantemente, tras la orden dada por Isabel la Católica, y cada vez más enfrentado al virrey Antonio de Mendoza y al de nuevo regresado a México, el propio Hernán Cortés, les dio el mejor de los tratos, y ayudó a los indios a librarse de los hombres de Guzmán. Álvar convenció a los caciques de que pusieran en las puertas de sus poblados una cruz y, así no podría de ellos decir que estaban alzados y cautivarles, que era la trampa que hacían para llevárselos presos.

Los cuatro supervivientes llegaron al fin a Guadalajara ,y el alcarreño Beltrán de Guzmán, que los recibió bien, los despachó hacía Ciudad de México. Su camino ya tuvo otro color, aclamados por las gentes que comenzaban a saber de su epopeya. En la ciudad los recibió el Virrey Mendoza, alcarreño también, hijo del Gran Tendilla, primer alcaide de Granada y Capitán General del conquistado reino nazarí, y también por Hernán Cortés, quienes los agasajaron y el día de Santiago invitaron a Álvar al palco presidencial de la corrida de toros con que se celebraba al patrón de España.

Las malas artes de don Nuño no tardarían en tener castigo. Detenido, juzgado y condenado, fue conducido a España encadenado y allí murió preso en Torrejón de Velasco.

Álvar también regresó, y lo hizo con un libro, Naufragios, escrito sobre su aventura. Ello dio gran fama y el rey lo llamó a su presencia. Al cabo le otorgaría el cargo de Adelantado del Mar de la Plata y su Gobernación. Aquel sería su segundo viaje y en su trascurso descubrió las cataratas de Iguazú.

Su defensa de los indígenas guaranís contra los atropellos de los capitanes allí establecidos acabó dando con Cabeza de Vaca apresado por estos y enviado a España con cargos en su contra. Hubo de pelear por su inocencia y, tras algún contratiempo, el nuevo rey, Felipe II, restableció su honor y le concedió alguna renta, pues de todo había salido pobre de solemnidad. Según algunas fuentes, falleció en Valladolid, en 1559. El Inca Garcilaso afirma que «murió en Valladolid, apelando al Consejo de Indias, con el propósito de ver restablecido su honor y sus bienes, que le fueron confiscados cuando fue apresado en Asunción» y se le da por enterrado en el convento de Santa Isabel, en la Calle Encarnación. Pero Felipe II ya le había restituido honra, levantado un destierro a Orán, a donde nunca fue, y dado una pequeña compensación económica y otros testimonios y anotaciones documentales señalan que profesó de monje. La palabra que más se repite en su libro Naufragios, donde narra su periplo, cerca de 200 veces, es Dios y murió, puede que como prior, en un convento de su Jerez natal, «manso, derrotado y solo».

Fascinación

El personaje de Cabeza de Vaca, me ha fascinado siempre, me lo descubrió, y no fue el único,  Miguel de la Quadra Salcedo. Fue en el trascurso de la tercera de las siete Rutas Quetzal que hice a su lado y bajo su magisterio, la del año 2000. Hube de compaginarla, y muy a mi gusto, con ir enviado, también por De la Quadra, al último Camel Trophy de la Historia, que ya no fue ni en los Land Rover, sino en lanchas, y dando botes por el Pacífico. Tonga, Fiji y Samoa. Lo mejor. Estuve en la casa de R. L. Stevenson en Vailima. Lo peor: al ir al encuentro de Miguel en Nuevo México, la policía de fronteras me retuvo en el aeropuerto de Los Ángeles y me hizo perder todas las conexiones. 

Hoy sigo desconociendo las razones, pero me las hicieron pasar canutas. A resultas de no poder quitarme ni las botas en no sé cuantas horas, una pierna se me puso como un boto. La deshinché con hielo y caminatas, pero me quedaron secuelas. Regresados a España, se descubrió que había tenido un trombo, pero por fortuna no pasó de la rodilla.

La Ruta quiso seguir desde la Florida el periplo del conquistador devenido en prisionero, buhonero, chamán y al final gran protector de los indios. Incorporado a ella, con su libro Naufragios como guía, caminé primero por el sur de EEUU y los territorios de los que llamó, y se siguen llamando, indios pueblo. Compartí charlas y ritos con ellos y me sobrecogió que en alguna ocasión hacían referencia a aquel Gran Hombre espíritu. 

Particularmente emocionante fue la llegada a Paquime (Casas Grandes), ya cruzada la frontera de México, donde Cabeza de Vaca llegó. Quedan las ruinas de lo que fue una ciudad de cierto porte, mucho para la zona aunque muy lejos de la grandiosidad de Tenochtitlán. Pero tenía plazas, calzadas, riqueza, palacios y regadíos, y, después de haber andado 10 años entre tribus siempre hambrientas y sobreviviendo de lo que podían a los castellanos, aquello les resultó grandioso. Su relato daría lugar a la leyenda de las Siete Ciudades de Cíbola. 

Cíbolos llamaron los españoles a los búfalos americanos. Cabeza de Vaca los menciona como «vacas corcovadas», con un aire a las «moriscas» de su tierra, y confiesa haberlas comido y que eran de mejor gusto. Debió de ser durante su estancia con los sioux, a quienes admiró por su dignidad.

Seguimos luego sus pasos por la Sierra Madre Occidental, por territorio taraumara (los pies ligeros), que conservan su cultura ancestral: la carrera, gueriga, empujando con el pie, día y noche, la bola de encino y los ritos del peyote. Desde Divisadero, bien puesto tiene el nombre, y por la Barranca del Cobre descendimos hacia el Pacífico, donde, en San Blas, de las Californias antes, ahora de Nayarit, vi a Miguel emocionarse, pues allí había tenido su comandancia de Marina en tiempos de Carlos III su antepasado, José María Bodega y Quadra, el que frenó el avance ruso desde Alaska en Nutka.

Ya para entonces, a Álvar Núñez Cabeza de Vaca me lo había metido Miguel hasta el tuétano, y ya había decidido escribir sobre él y su epopeya. Algunas cosas hice, pero hubieron de pasar 20 años más hasta que brotó lo que debía, una novela. La única, por el momento, de estos personajes que he ido retratando en estas series. Me parece que no será el último.