1997: Y Felipe da la espantada... e Induráin se niega a pedalear

Carlos Dávila
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1997: Y Felipe da la espantada... e Induráin se niega a pedalear

Quien dijera entonces o diga ahora, 26 años después, que se lo esperaba, mentía entonces y miente ahora. Nadie creía que lo que durante un tiempo se dio en llamar 'El Felipato' fuera a acabarse abruptamente en el XXXIV Congreso del PSOE. Disimulen la autocita: este cronista estaba allí, en el palacio correspondiente, allí donde se preveía sin embargo otra fuga de menor cuantía, la de Alfonso Guerra. Pues bien, aquella premonición del propio González -«Dos por el precio de uno»- se cumplió exactamente a los tres años de haberse pronunciado. Se fueron los dos, pero la marcha de Felipe borró del mapa la de su todavía compañero de fatigas, Alfonso Guerra, González curiosamente de segundo apellido. Los delegados del Congreso entraron en estado de turbada conmoción e inmediatamente se lanzaron a los pasillos para ver quién se hacía cargo del marrón. Al final encontraron al pobre Joaquín Almunia que, según declaró privadamente años después, cometió con su aceptación para la Secretaria General del PSOE, «el mayor error de su vida».

Fue aquel 1997 un año de muertes sugestivas y de huidas dolorosas. Un día, en plena carrera por España, Miguel Induráin, el héroe nacional, ganador, para dolor de los franceses, de cinco Tours, se apeó de la bicicleta y se despojó del maillot de competir. Él lo explicó así en una gala del deporte. Le preguntaron: «¿Por qué te has retirado, Miguel?», y él, con aquella cara inexpresiva tanto para los triunfos como para las derrotas, replicó: «Porque a partir de ahora, solo puede de empeorar». Gran reconocimiento que recibió el aplauso de un país que necesitaba figuras de excepción para librarse del espanto de ETA, y de una situación económica que amenazaba con dejarnos fuera de la nueva moneda: el euro. Los asesinos seguían a lo suyo, matando, terminaron la vida de una quincena de inocentes y entre ellos, con la del que ya en aquel momento se convirtió en bastión de la resistencia popular contra tanta tragedia: Miguel Ángel Blanco. El crimen en diferido unió a toda España, incluidos entonces los nacionalistas vascos, y representó el fin del acobardamiento general ante los desmanes letales de la banda. Blanco, el concejal de Ermua, recibió tres balazos en la cabeza que le propinó el canalla Txapote, el tal García Gaztelu, 10 días después de que la Guardia Civil liberara a la persona que más tiempo pasó en las garras de los facciosos: el burgalés José Antonio Ortega Lara. Todavía hoy memorizamos con pavor y ganas de gemir las imágenes del funcionario de prisiones, fotografiado escuálido, tras 532 días de cautiverio en el zulo de Mondragón donde permaneció y sobrevivió, quizá contra todas la luces de la razón. 

Días de sangre y pocas luces en los que el país arrastraba las inmensas facturas de aquellos fastos del 92 que nos dejaron prácticamente en las raspas. Por ahí fuera, en el Reino Unido, comenzó a diseñarse un acuerdo, el del famoso Viernes Santo, entre el Gobierno de Su Graciosa Majestad y los terroristas del IRA, Tony Blair y Gerry Adams, que luego ha servido de falsilla, también de coartada, para los sucesivos pactos que los Ejecutivos españoles han realizado con ETA hasta su definitivo adiós a las armas de muchos años después. Los británicos aceptaron aquel acuerdo de mala gana y con un cierto desinterés, sobre todo porque estaban enmarañados en los permanentes escándalos de su querida Familia Real. Aquellos desvaríos en la cumbre finalizaron de la peor manera posible, con la muerte de la amantísima Princesa del Pueblo, Diana de Gales, el 31 de agosto en un accidente automovilístico en París que ha quedado para la posteridad con un solo adjetivo: incomprensible.

Era, decimos, un año de dramas y de tragedias rememoradas. Por ejemplo, la retratada en aquella película, la más vista de la historia del cinematógrafo, que contó la aventura del buque mejor dotado de la Historia, el Titanic. Más de 1.800 millones de dólares cosechó una cinta que en España agolpaba a cientos de miles de aficionados para contemplar, de paso, el episodio de amor entre Leonardo DiCaprio y Kate Winslet. Nos distraía aquel suceso del que, en la vida real, ya sufríamos como una epidemia mortal que ahora aún padecemos: la violencia contra la mujer, estúpidamente llamada de género. Se hizo famosa desgraciadamente en el momento en que una mujer, Ana Orantes, de forma valiente y arriesgada, acudió a la televisión a contar las continuas agresiones que había padecido por parte de su exmarido. Este, preso de odio, tardó solo tres días en tomarse venganza y asesinó a su expareja, lo que produjo en toda la sociedad hispana, aún escasamente concienciada, una enorme visualización de la violencia que no era nada nueva porque en ese año fueron, además de ella, 60 mujeres las víctimas de la incuria de sus presuntos amantes.

La televisión, en este y otros casos, ya dominaba definitivamente nuestras vidas con las Mamachicho, que se convirtieron en todo un anhelo sexual para miles de ciudadanos ahítos de emociones fuertes. También con espacios de evasión unos, de hortera participación otros, que han durado en el tiempo únicamente como fórmula de audiencia, pero no comparable al concurso, nacido entonces, que más tiempo ha permanecido en pantalla: Saber y ganar. Se ha dilatado durante décadas conducido por un incombustible Jordi Hurtado, cuya popularidad no ha sido efímera, ya que todavía está vigente tantos programas después. Mientras otros protagonismos forzados no han resistido a sus propias miserias, sin ir más lejos el del «extraño banquero» (así le llamó el jefe Termes, de la patronal del ramo) Mario Conde, que fue condenado, tras mil peripecias, a seis años de cárcel por el tribunal que apreció en él delitos de apropiación indebida y de falsedad en documento público en el caso de corrupción financiera Argentia Trust.

Claro, que hablando de los famosos festejados durante este ejercicio, ninguno como Harry Potter, cuya primera entrega suscitó en España un interés inusitado. Aquel libro inicial que reproducía el nombre del protagonista añadiéndole la coletilla sugestiva de la Piedra Filosofal, obró en nuestro país un milagro digno de consideración: que mucha gente que en su vida se había acercado a una librería lo hiciera interesado por las aventuras de aquel muchachete libérrimo. Esto sucedía en una España que sintió con desapego otra retirada lejana en kilómetros, pero seguida por miles de aficionados: la de Maradona. Un ídolo caído, un juguete roto que hoy incluso rellena una secta de fanáticos que directamente le apodan de Dios Diego Armando. Interesó más esta salida del fútbol que la noticia del nacimiento, también en la escocesa Edimburgo, de la segunda oveja clonada, un ejemplar que no recibió nombre alguno pero que encerraba en su cuerpo la propiedad de producir la proteína humana de la leche. 

A todo esto y como final, nuestra Familia Real contempló en Barcelona, televisada en directo por Pilar Miró, su segunda boda: la de la Infanta Cristina con un jugador de balonmano, Iñaki Urdangarín, cuyo matrimonio después ha sido sacudido por mil vaivenes y que ha terminado, muy a la española, con cuernos retransmitidos. Aquí, ya se ve, ni los miembros de la Corona se libran de los devaneos que terminan en una ruptura que aún hoy nos tiene ocupados desde las páginas del papel cuché.