José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Estación Río Záncara

14/02/2023

No había vuelto a pisar Río Záncara en casi una vida. A su vieja estación ferroviaria, 1929 marca la piedra sólida: el bien conservado ladrillo rojo de su fábrica, los azulejos que festonean a trechos su modesto pero orgulloso perfil. He vuelto, con esa emoción del tiempo vivido y fugado, a donde pasé interminables días de un verano de la infancia lejana, y solo la estación, muda y vallada, se mantiene incólume, intacta en mi memoria.
Someterse al reto del tiempo, viajar al corazón de la niñez es siempre un ejercicio donde el vértigo te sacude irremediable. En esta estación vivió mi tío Manolo, como jefe de estación allí destinado en los cincuenta/sesenta, alojado, con su mujer y su hija, en el piso de arriba. Para mí, un lugar casi mítico, soñado en mi recuerdo de escasas y aisladas imágenes sin soporte gráfico alguno. Lo que daría por tener alguna fotografía que verifique la irrealidad y disuelva el sueño, pero no. Debo creer que fue real el jilguero amaestrado que levantaba una patita en su jaula. Que aquella fuente manual de bomba al otro lado de las vías no pertenecía a una película del Oeste Que era un infinito bosque de pinos donde iba con mi prima Mari a comer los piñones de tantísimas piñas caídas, y hoy es una corta hilera junto a un camino de vides. Que por las tardes no podíamos perder el paso del Talgo como un cometa de plata, un soplo veloz, majestuoso y desconocido, hacia dónde volaría tan raudo, tan distinto a los correos y correíllos, de vapor, para ir al mercado de Alcázar o de Villarrobledo.
Aunque vecina casi de Pedro Muñoz, Río Záncara está en uno de los lados del triángulo Alcázar, Socuéllamos y Tomelloso (de donde era pedanía). Allí donde el paisaje es una geometría de horizontales, donde La Mancha es quintaesencia, pureza ensimismada que no sabe de límites provinciales, y parece compensar con los humedales pedroteños la honda sequedad del Záncara, para quien no hay caudal ecológico que valga sino territorio de un ejército de conejos que muerden los sarmientos de las viñas.
Me dicen que Río Záncara llegó a tener hasta setecientos vecinos, tienda y una escuela, que ahora es una casa blanca con cinco ventanas tapiadas que miran sin ver a un antiguo y elegante depósito cilíndrico de ladrillo, invencible como una columna trajana. Hoy es el vacío, una aldea dinamitada por el tiempo, entre las ruinas de adobes y grandes tinajas, solo dos chimeneas quedan de las antiguas bodegas (una, «la del francés, elaboraba incluso champán»), más allá, al otro lado de la carretera, una ermita abandonada. Sólo el edificio de la estación, mantiene su estatura invicta, pero triste, porque desde el 2000 ningún tren necesita detenerse, tantísimos trenes que mi tío recibía y despedía con su banderín rojo... Y a uno se le vienen tantas dudas sobre el futuro de este patrimonio nuestro, mío.