Mi vida sin mí

Nieves Sánchez
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Rosario y Pilar fueron asesinadas en Ciudad Real con una diferencia de 14 años por su exmarido y su expareja, respectivamente. Sus hijos, padres y hermanos, las personas que las quieren y que han tenido que aprender a vivir sin sus voces y sus besos

Olía a las cremas que se ponía en la cara y el cuerpo y a laca Nelly, que era la que siempre utilizaba. A una mezcla de todo eso que no sabría explicar olía mi madre, Rosario». Es su olor el que pasados los años no olvida y hay instantes del día que tiene que cerrar los ojos para inhalar profundamente porque en el aire que respira cree rozarla con los sentidos y el corazón. Hay momentos en los que piensa que es su voz la que se ha esfumado con el tiempo, pero todavía sigue sonando en su interior. «Me acuerdo cuando me decía ¡Rosi ven! Y yo le decía sí, sí, voy... y ella me contestaba ¡sí, sí como los búhos! y entonces nos reíamos y ahí me doy cuenta de que todavía recuerdo su voz, de que nunca la voy a olvidar».

«Mi vida sin mi hija Pilar está siendo muy dura, esto sólo lo sabe quien lo pasa. Cuando entraba por la puerta se notaba que había llegado, pasaba como un torbellino con esa alegría que tenía, esa sonrisa que no se le borraba nunca, esas ganas de vivir». Pilar está en cada rincón de una casa llena de recuerdos, inunda los marcos y las paredes con su juventud y su belleza y aparece en cada conversación. «De lo que sea que hablemos, siempre hay alguno de nosotros que dice ahora la Mari Pili diría esto o haría aquello. Era un ser especial, es verdad eso que dicen que siempre se van los mejores».

Rosario y Pilar fueron asesinadas en Ciudad Real con una diferencia de 14 años a manos de su exmarido y su expareja, respectivamente. Son dos de las víctimas mortales de la cara más cruel y cobarde de la violencia de género en esta provincia. Víctimas como víctimas son sus hijos, sus padres, sus hermanos y sus amigos, las personas que las quieren y que han tenido que reconstruirse y aprender a vivir sin sus abrazos y sus besos, sin sus consejos; sin su mirada y sus risas, sin una parte de ellos mismos. «Nunca piensas que te va a tocar a ti pero te pasa y a nosotros se nos fue la ilusión, nuestros proyectos se esfumaron y de golpe se nos acabó también la vida».

Mantenerlas vivas en la memoria para que no se olviden sus nombres es el homenaje diario de las otras víctimas anónimas de esta lacra, las familias de cada mujer asesinada por el machismo. En Ciudad Real son 12 desde 2003, año en el que empezaron a contabilizarse los casos oficialmente, pero hay muchas más, demasiadas, que sufren a diario distintas formas de violencia y otras que como Rosario no aparecen en esa lista del Ministerio que crece mes a mes para vergüenza de este país y que se recuerda cada 25 de noviembre, por el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.

la vida sin pilar. En Bolaños, en la casa de Ángel de Toro y Juana Calzado y de sus hijos Jesús y Ana, los días y las horas se cuentan por años. «Van a hacer seis en febrero». Seis años que Jesús no abraza a Pilar y que Ana no puede contarle cada noche a su hermana mayor cómo le ha ido el día, en la intimidad de su habitación donde escuchaban música juntas, donde hablaban de chicos, ropa, de sus sueños y sus planes. Seis años en los que Ángel no ha vuelto a compartir con su hija asiento en los toros, porque Pilar era como él, muy taurina. «No se sacó la licencia de caza porque su madre no la dejaba, pero si no se hubiera venido conmigo a cazar como se venía a las Ventas». Seis años que Juana no comparte con ella tardes de repostería, de dulces y tartas en la cocina de la casa familiar, que no le dice «¡Ay Mari Pili cómo puedes llevar los tacones todo el día puestos! Era muy coqueta, siempre con sus labios pintados». Seis años hace que a  Álex, que ahora tiene 14, le arrebataron la luz de sus ojos, a su pilar, a su madre.

El 6 de febrero de 2013 Pilar de Toro Calzado, de 28 años, fue asesinada casi a las puertas de su trabajo en la calle Real de la capital por un policía local de Ciudad Real, también natural de Bolaños, el hombre que la estuvo hostigando cuando ella decidió acabar definitivamente con esa relación. El hombre para el que un juez dictó una orden de alejamiento de un mes tras una denuncia previa por acoso y que expiró justo un día antes de que la matara de tres disparos a plena luz del día. Después, se quitó la vida. «Lo quiso mucho, estaba muy enamorada de él y tenían un proyecto de vida juntos, pero la engañó, no había dejado a su mujer y Pilar quiso cortar con eso y él no lo aceptó». Su familia no notó la verdadera gravedad de la situación hasta días antes, que ella ya empezó a temer por su propia vida.

Pilar vivía con sus padres y su hijo de 9 años desde que se separó de su marido hacía cinco. Por eso cuenta Juana que no sólo perdieron a una hija, también a su nieto. «Fue a vivir a Almagro con su padre y aunque viene y lo vemos todo el tiempo que queremos, ya no está con nosotros, lo echamos mucho de menos». Además del trance de perder a su madre, tuvo que cambiar de colegio, de amigos, de pueblo, completamente de vida. «Son las principales víctimas». Ahora corretean por la casa los dos niños de Ana, a los que su tía Pilar no le dio tiempo a conocer.

La familia De Toro-Calzado ha vivido y vive las desgracias como las alegrías y la felicidad, como lo que son, «como una piña». En el comedor de la casa hay fotos de Pilar con su hijo y con sus hermanos y un álbum que las amigas regalaron a la familia in memoriam, con decenas de fotografías que cuentan 28 años de vida y que habrán ojeado cientos de veces. Pero donde a Pilar sobresale, sonriente y alegre, es en un gran lienzo en la pared, junto a otro de un niño de 6 años, que hoy tendría 37. «Era el mayor de los cuatro, nos lo atropelló un coche y se dio a la fuga, no lo socorrieron. Al fin y al cabo, fue un accidente, pero lo de Pilar fue un asesinato», describe Ángel como puede. Acaba de llegar de Segovia, del trabajo que realiza desde hace 19 años vendiendo fruta por las casas de algunos pueblos de aquella provincia, donde recibió hace casi seis años la peor llamada de su vida. En el salpicadero de su camión lleva con él las fotos de sus cuatro hijos, juntos. Son su motor.

«¿Que cómo era Pilar? Se relacionaba con todo el mundo, organizaba los eventos familiares, nos involucraba. Era sorprendente, excelente, buena hija, hermana y madre, adoraba a su hijo y estaba feliz en su trabajo». Era recepcionista en una clínica dermatológica, pero en los últimos meses desde que puso la denuncia por acoso ya estaba «muy nerviosa y preocupada » y su familia más. La señal, la consigna para que ellos supieran que estaba bien, era que tenía que llamar a su madre cada mañana desde el teléfono del trabajo cuando llegaba, pero esa mañana del 6 de febrero de 2013 no sonó el móvil. «Yo no me aguantaba la ropa en el cuerpo, tuve el presentimiento de que algo malo le había pasado». Desde entonces Juana en su casa prácticamente sólo ve los dibujos animados de sus nietos, porque ver los informativos le duele, no puede. «No se te va de la cabeza nunca, pero es que encima todos los días está en la televisión y dices esto cuando va a terminar, porque si lo que le pasó a mi hija hubiera servido para que pare esta sangría, pero no es así, no para ¡Algo tienen que hacer!».

De Pilar hablan en presente, como si nunca se hubiera ido. No se olvidan de los últimos días con ella, del 4 de febrero, el ‘día de las almendrillas’ en Bolaños, por San Blas. Esa tarde Pilar y Ana fueron a comprar garrapiñadas y chucherías, pero su madre les prohibió comerlas hasta que no volviera su padre de viaje el jueves, porque todo lo hacen en familia. «Se pudrieron, nunca llegó ese día, porque el miércoles su asesino la mató».

Intentan caminar hacia adelante cada día, «sin rencor» porque nunca lo tendrían hacia la otra familia. «¡Qué odio voy a tener yo a esa madre y a ese padre si han perdido también a un hijo y encima se llevó por delante la vida de mi hija y dejó a un niño huérfano! Yo soy madre y si mi hijo o mi hija hacen algo malo, no soy responsable», explica Juana entre lágrimas esperando que amaine el huracán del duelo que dicen los expertos que tiene que pasar.  

Ahora, la sonrisa, la alegría y el futuro tiene 20 meses. Lleva el nombre de su tía Pilar y es la encargada de recordar a sus abuelos, a su tío y a su madre Ana que la vida te quita y te pone, que tiene cosas maravillosas como el legado que dejó Pilar en los corazones de cada una de las personas que la conoció.

la vida sin Rosario. La noche del 31 de julio de 1999, cuando Ciudad Real entera estaba de fiesta celebrando la Pandorga, Rosario Rincón Ramírez, de 35 años, volvía a eso de las dos de la mañana a su casa en el pasaje de los Remedios de la capital, acompañada por una amiga y el hermano de ésta. Regresaban de divertirse, de dar un paseo. Su exmarido y padre de sus dos hijos, de 16 y 18 años en aquel momento y del que ya se había separado hacía unos dos años, la estaba esperando en el rellano para matarla a puñaladas. Dos días después fue enterrada en Piedrabuena, su municipio natal, arropada por centenares de personas que no encontraban explicación alguna.

«No había mala relación, pero se separaron porque cada uno quería unas cosas diferentes, vivíamos con mi madre y lo visitábamos a él asiduamente. No había excusa, no había justificación a lo que hizo, la mató y nos quitó a nuestra madre de la que me acuerdo cada día, a la que echo de menos en cada instante, en cada celebración porque siempre hay cosas que celebrar, como el año pasado mi propia boda, las navidades o cuando tenga hijos. Ella no va a estar. Era mi amiga». Han pasado más de 19 años y Rosa María Burgos Rincón tiene 36, es militar en la Base de Almagro desde 2005, vive feliz con su mujer en Pozuelo de Calatrava y es aquella niña de 16 años que se quedó huérfana junto a su hermano Miguel, que ahora tiene 38. «Mi vida sin mi madre empezó en shock y no sé cuántos años estuve así, no lo recuerdo, es como si se hubieran borrado de mi memoria, sé que iba de casa de mis tíos al instituto y del instituto a casa y los fines de semana a Piedrabuena a ver a mis abuelos maternos».

La última vez que habló con Rosario fue aquella fatídica noche, cuando le pidió llegar un poco más tarde. «Le dije venga mamá media horita más que ha venido mi amiga y además me vuelvo con el Miguel, con mi hermano, y al final me dijo bueno venga va, que es la Pandorga, y ese es mi último recuerdo y ni siquiera bueno porque hoy pienso ¡Joder si hubiera llegado antes a lo mejor no hubiera pasado lo que pasó!»

Rosa María habla tranquila, con serenidad, sonríe cuando recuerda cómo era su madre y cuando lo hace, su sonrisa inunda todo el espacio del salón de su nueva casa, donde está arropada por su mujer Beatriz y una prima de su familia paterna que adoraba a Rosario. En el mueble tiene la fotografía enmarcada de su madre, con su melena morena suelta, posando sonriente en un barco en el mar. «Nunca hablo de esto, nunca hablé con nadie para aclarar nada, excepto con las personas más íntimas, me separé incluso de amigas de Ciudad Real y empecé a conocer gente que no supiera lo que había pasado, fue un bloqueo». Por eso quiere que esto sirva para que la sociedad se conciencie del dolor y sufrimiento que se genera cuando una mujer es asesinada y unos hijos se quedan sin su madre.

Su tío Agustín, el hermano de su padre, y su mujer Rafi se ocuparon de ellos sin pensárselo, reestructuraron su familia con seis hijos para acoger a dos más y con cariño y paciencia, los salvaron. «Si no hubiera sido por ellos y el resto de la familia, si hubiéramos dependido de las ayudas del Estado, hubiéramos muerto. Íbamos una vez al mes al psicólogo y con eso cómo se supera al algo así. Me dieron el alta y yo no estaba bien. Te haces la fuerte para que nadie te tenga pena, te vuelves más dura y explotas en la intimidad. No lo superas del todo, vives con ello».

El padre de Rosa fue condenado a más de 20 años por el asesinato de exmujer, pero ella recuerda que no estuvo entre barrotes ni una década. Con él no tiene apenas relación y la poca que tiene es porque se siente en la obligación. «Hace su vida normal, vive en Ciudad Real y te lo encuentras por la calle, pero lo intento evitar. Al principio no sabes cómo actuar y luego directamente no quieres verlo. Hay rencor porque no se habla, porque no se ha hablado y porque tampoco tengo ganas de hacerlo, porque sé que no tiene explicación lo que hizo. No debía haberlo hecho en la vida, nunca hay excusa para arrebatarle la vida a otra persona y dejar a unos hijos sin su madre, nos hacía mucha falta».

Tuvieron que madurar rápido, buscarse la vida para no ser una carga durante más tiempo para sus tíos y entre las decisiones que tomaron, una de ellas fue regresar a la casa del callejón de los Remedios para empezar a recomponer los pedazos de su vida desde cero. Su hermano encontró trabajo y decidieron empezar a vivir solos, a no depender de nadie, «había que hacerlo en algún momento».

De su madre, Rosa María recuerda que era muy cariñosa, comprensiva, siempre al lado de sus hijos y muy amiga de sus amigos, era feliz. Todas esas cosas, dice Beatriz, las ha heredado su hija. También algunas manías, como el orden y la limpieza, y hasta esa forma única de estrujar la bayeta de la cocina. «A Bea siempre la tengo martirizada con eso, le digo hay que hacerlo así porque así lo hacía mi madre y así me lo enseñó y ella me dice si tu madre lo hacía así, va a misa», ríe. «Notábamos mucho cariño de ella, era pues yo que sé, como es una madre, muy buena, la mejor persona del mundo, lo único pues que se me fue muy pronto, pero la vida sigue y hay que sonreírle y a veces es corta por eso hay que vivirla manteniendo los recuerdos. Es así».

Cada vez que ve un caso en televisión de violencia de género llora, porque no entiende cuándo va a parar, cuándo habrá plena igualdad y existirá una ley con penas «tan fuertes» que al menos los verdugos se lo piensen, «porque hace 20 años, igual que hoy, sale muy barato quitarle la vida a otra persona».

Rosa María guarda como un tesoro el último regalo que le hizo su madre en su 16 cumpleaños, no quiere usarlo por si lo pierde, una medalla de oro con un sol y una luna. Un recuerdo que quizás un día pase al hijo que Beatriz y ella están buscando, como símbolo de los días y las noches que su madre les regaló a ella y a su hermano antes de que le apagaran cruelmente la luz de su vida.