Antonia Cortés

Desde mi ventana

Antonia Cortés


Erasmus

28/01/2021

Abrió la puerta una señora de edad indefinida. Dijo su nombre y, sin mediar palabra, sonrió y la invitó a pasar. Era una de esas sonrisas que envuelven y que borró en un segundo su primer pensamiento: estaba enferma. El pañuelo sobre su cabeza y sus pronunciadas ojeras le abrió esa posibilidad. Hay imágenes que se graban y que no son fáciles de borrar, aunque hayan pasado los años. Demasiadas tardes de consulta junto a su abuela, demasiados pañuelos tapando cabezas rapadas por las circunstancias. Afortunadamente, su instinto no funcionó. ¡Menuda energía tenía aquella mujer!
Imaginó que sabía que ella era la joven que unos días antes había llamado por teléfono para saber si seguía alquilando una habitación. Fue una conversación corta y en inglés. Suficiente para decir un sí y un me interesa. Agradeció que no le hiciera un interrogatorio en aquel frío pasillo, cogió su enorme maleta y la siguió, también sin abrir la boca.
La casa era muy luminosa. El ruido de sus tacones al caminar y el choque de las numerosas pulseras que cubrían sus brazos creaban cierta musicalidad. Luz y ritmo. Le gustó esa sensación. Pensó que le iba a enseñar su cuarto, pero no. Llegaron a un salón grande, en el que se mezclaba el ayer y el hoy. Un piano viejo de madera con una moderna lámpara en el techo. Se sintió bien. Sobre la mesa, una tetera con dos tazas. Siéntate, le dijo. Comenzaba su nueva aventura en Varsovia y su primer desastre, pues su pretensión era aprender el idioma: su casera acababa de hablar en español. Sin duda, era más intuitiva que ella. Río ante la sorpresa no disimulada de su cara mientras se sentaba a su lado y le mostraba una fotografía de sus abuelos cubanos.
En aquel momento, no supo si reír o llorar. El objetivo de ese Erasmus que tanto dolor de cabeza le había provocado antes de, pese a todo, decidir coger el avión, al margen de sus estudios universitarios, era volver con una nueva lengua. Y allí estaba, con una foto en blanco en negro entre sus manos y una mujer emocionada por poder compartir con su nueva inquilina el español de sus antepasados.
La estampa era un poco surrealista. La forma de vestir de aquella señora, sus brazos y sus manos llenas de pulseras y anillos, su envolvente alegría, la decoración de la casa… Era el primer día de muchos meses… 
Si aquella tarde alguien le hubiera dicho lo importante que esa mujer iba a ser en su vida, no lo hubiera creído. Con ella no aprendió el polaco, pese a que lo hablaba muy bien, pero le enseñó, día a día y, sobre todo, tras esas tardes de soledades y añoranzas, el poder sanatorio que podía tener una simple sonrisa a tiempo. Esas que, sin mediar palabra, ella sabía derrochar. Ah, y también el secreto, quién sabe si cierto o falso, de cada una de las joyas que lucían sus largos dedos.