Diego Murillo

CARTA DEL DIRECTOR

Diego Murillo


La aceptación de ser manchego

30/05/2022

En esas estrategias por acomodar los discursos políticos frente al adversario, sorprendió el pasado jueves la del nuevo presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, proponiendo a Emiliano García-Page, presidente de Castilla-La Mancha, como ariete para incomodar, desbancar y/o atacar al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.  Además, lo hizo desde Villarrobledo (Albacete), junto al supuesto candidato del PP al gobierno de la Junta, Paco Núñez, al que leyendo entre líneas quizá no le hiciera mucha gracia que su jefe ensalzara a su oponente aunque sea para arremeter contra el inquilino de la Moncloa. El caso es que García-Page ha tenido la habilidad, como sus antecesores, de incomodar a Madrid por defender los intereses de su región, más allá del color político que en su momento presidiera el Consejo de Ministros. Pero este afán por hacerse oír en el panorama nacional, más allá de su deseo por dar el salto a Madrid, no es nuevo. Desde el nacimiento del Estatuto de esta comunidad -que mañana se congratula en Puertollano-, sus presidentes, unos más que otros, pero, sobre todo, los socialistas, han mantenido un discurso regionalista sin descuidar la centralidad del Estado, al mismo tiempo que han erigido ese sentimiento de patria que pocas regiones están dispuestas a enarbolar.
A las puertas del Día de Castilla-La Mancha y a tenor de las cuatro décadas de la norma que da vigencia a esta comunidad autónoma, cabe preguntarse si este camino ha merecido la pena. La respuesta es clara y evidente que en el acompañamiento del desarrollo económico y democrático del país, se ha avanzado en todos los órdenes sin excepción, como prácticamente todas las regiones. Otra cuestión bien distinta es si Castilla-La Mancha está en el lugar que le corresponde. Sin querer entrar en una carrera o comparativa de datos demográficos, económicos, sociales o culturales, en estos cuarenta años no se ha conseguido crear ese sentimiento de pertenencia tan importante para construir proyectos de toda índole. Las distancias kilométricas, las diferentes sensibilidades de las provincias y, porque no decirlo, la artificialidad en la constitución de la región en sí, no han ayudado a formar una conciencia común al nivel de los territorios históricos. Quizá no sea el camino a desandar, pero a la vista de la influencia que sí tienen esas 'nacionalidades', reconocidas en el artículo 2 de la Constitución, un sentimiento mayor por ser castellano-manchego no nos hubiese venido mal si eso se refleja anualmente en los presupuestos del Estado o en las decisiones del Consejo de Ministros, o bien en los consejos de administración de las grandes empresas para que las multinacionales aterricen en esta tierra. 
Esa aspiración por avanzar y competir debe estar latente pese al conformismo que acompaña al manchego. Con frecuencia recurro a una respuesta del pintor tomellosero Antonio López para explicar qué significa ser manchego. «La gente no es nada pretenciosa, no se cree nada especial. En otros sitios de España la gente arma más bulla. Allí la gente se aguanta con lo que tiene y acepta las cosas. Esa aceptación de las cosas me gusta». En cierta manera, esa filosofía denota bondad y una conexión con la vida digna de elogio, pero que no está reñida por reivindicar lo que esta tierra se merece. Sin olvidar lo que aporta -aunque no sea económicamente- al resto del territorio español.