Editorial

La bronca política impide cualquier actualización de la Carta Magna del 78

-

España ha celebrado este año el Día de la Constitución con la nación inmersa en un clima político poco saludable para nuestro sistema. No es un problema nuevo el relativo a la alta tensión dialéctica entre Gobierno y oposición o entre los partidos del arco parlamentario, pero sí resulta preocupante observar que el ritmo al que se degrada el debate entró hace menos de una década en una espiral que debe llevar a sus protagonistas a una profunda reflexión. Sin embargo, no cabe esperar una mejoría en este sentido, pues a la vista está que, lejos de un mínimo intento de rebajar el tono, no hace sino aumentar. Los errores del Gobierno y de la oposición se discuten en este país a base de tono bronco, con más intención destructiva que colaborativa y, también, con un preocupante interés creciente por causar daños personales más allá de los políticos, estos últimos legítimamente asumibles.

La sociedad española tiene motivos para estar muy satisfecha del legado de la Constitución desde su aprobación en 1978 hasta nuestros días. Es el texto que fue capaz de gestar una generación de políticos que, obligados por la necesidad de unir a la ciudadanía, hizo del diálogo y la negociación su gran virtud. Paradójicamente, quienes más obstáculos ideológicos tuvieron que salvar recién acabada una dictadura de cuarenta años, dieron una lección acerca de cómo ha de prevalecer el interés general del Estado. Se ha dicho ya muchas veces, pero cada vez es más evidente que ese trabajo minucioso tendría que servir de espejo a las nuevas generaciones de políticos, que si supieran mirar de manera limpia hacia ese momento de la Historia deberían avergonzarse de su comportamiento actual. Y no es que en aquellos primeros años de democracia el Parlamento fuese una balsa de aceite, pero sus diarios de sesiones y las hemerotecas de los medios de comunicación ofrecen abundantes ejemplos de debate, de calidad, de política de altura. Hoy es todo ruido, insulto, menosprecio, acoso y un largo etcétera de las peores cualidades que un ciudadano nunca querría visualizar en sus servidores públicos.

La necesidad de introducir cambios en la Carta Magna, defendida por sectores de la sociedad y de la política en cuestiones que no debieran causar grandes diferencias políticas, es hoy, sin embargo, imposible de acometer. Pese a que los puntos de encuentro entre partidos podrían ser más que los de desencuentro, la imposibilidad de reconocer concesiones al adversario obligan a descartar esa posibilidad y condenan a nuestra Constitución a envejecer sin adaptarse a los tiempos. España no se merece una generación política como la actual y, lo que es peor, no parece que haya relevo que la mejore a corto o medio plazo. Y no porque no existan perfiles cualificados, sino porque ninguno de estos va a dar el paso de querer servir al Estado desde el fango en el que se ha convertido la política en la última década.