Diego Murillo

CARTA DEL DIRECTOR

Diego Murillo


Del sepia al blanco y negro

21/03/2022

La calima de estos días había rescatado por momentos los vínculos de esta tierra con esa 53 provincia que se dejó a su suerte en los años 70 y obligó a millones de saharauis a buscar refugio en el desierto de Argel. Cuando el pasado lunes los coches amanecieron envueltos de polvo y arena, mis hijas, asombradas y extrañadas por el fenómeno, me preguntaban por qué este cambio repentino en un cielo que se tornó sepia. Entonces les expliqué de la cercanía con un continente que, aunque esté separado por el mar, siempre nos recuerda su presencia. Les relaté la historia del Sáhara, de los cientos de miles de personas que después de una Marcha Verde huyeron al desierto para seguir acunando su sentimiento de patria, por muy precaria que fueran las condiciones y por más que el olvido de Occidente les ponga en jaque en cada tormenta política, energética o armamentística, su idea como pueblo permanece. No importa que el polvo en suspensión inunde los campamentos de Tinduf, en los que apenas hay agua y donde el contraste entre la noche y el día es insoportable. Desde hace décadas, cada verano, grupos de niños saharauis vuelan hacia La Mancha a pasar unas vacaciones en paz, huyendo de los 50 grados del desierto para sumergirse en las piscinas o viajar hacia la playa con sus familias de acogida. Al mismo tiempo, en esos mismos meses de calor, aterrizaban los pequeños ucranianos de la zona de Chernóbil para disfrutar de una radiación solar saludable. Unos y otros han visto cómo en apenas unas semanas todo ha saltado por los aires. Unos aires que han soliviantado las relaciones exteriores españolas en todos los sentidos. Y también, las domésticas. Aquellas en las que una parte de la sociedad, de forma altruista y voluntaria, dan todo para reparar lo que los gobiernos, los países y los líderes enredan. El cambio de postura, sorpresivo, de apostar por la autonomía del Sáhara deja un sabor agrio tras años de apoyos, comprensión y lucha por la causa saharaui, no solo institucional, sino también, de una lucha identitaria de una gran parte de la sociedad que trata como hijos propios a todos aquellos chavales que corretean por las noches calurosas de verano por nuestros pueblos. La autonomía, al estilo del Estado de las autonomías de España, puede ser una de las vías de escape de este conflicto vergonzoso, heredado del siglo pasado y que ha lastrado el futuro de generaciones. Pero al igual que en Ucrania, quien le quiere imponer al Sáhara esta gestión administrativa sufre con la aplicación de los valores y libertades democráticas. Marruecos está lejos de ser un Estado que tutele sus territorios con los cánones occidentales. En ese permanente equilibrio con la zona del Magreb, España está llamada a extender los estándares democráticos antes de arrodillarse a los intereses económicos o los chantajes de seguridad con el asalto de las vallas en las fronteras. Este arriesgado alineamiento con el gobierno alauí debe estar supeditado a unas exigencias claras que pasan por garantizar una autonomía real en el Sáhara Occidental. En caso contrario, cuando la calima se adentre de nuevo al centro de la Península, no solo cubrirá de arena los capós de los coches sino también las vergüenzas de otro error histórico. Y el sepia volverá al blanco y negro.