Hace ya, acaso, muchos años, las fervientes y ardientes discusiones sobre el aborto pasaban por repetir, una y otra vez, ya entonces, que había vida humana desde el mismo momento de la concepción. Hoy, más de treinta años después, los datos científicos siguen sin dejar espacio a la duda: hay vida humana ya en el embrión. Otro gran apoyo de la argumentación para defender el aborto sin cortapisas pasaba por: «¿Y si hay un embarazo fruto de una violación?». Hay un escaso margen para que esos embarazos sucedan y prosperen, pero tampoco de eso se trataba. No era, en realidad, importante. Tampoco los argumentos científicos o morales iban a tener un largo alcance porque no se trata, ni al principio ni al fin, de postulados religiosos. Si hay vida humana, bajo ninguna circunstancia se puede atentar contra ella. La veas o no la veas. No sé en qué queda la proclamación de la dignidad de la persona en las constituciones de los países avanzados o en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. 
En realidad, la ley del aborto sin cortapisas, ni frenos, que alimenta la desigualdad radical, es más un déjame en paz para que haga lo que quiera. Sin argumentos ni razones. No remuevas mi conciencia para que no piense ni sienta. Es un totalitarismo cruel e inhumano, como otros ya sucedidos en la historia. Nos arrepentiremos. Mucho más responsables serán los que han empujado a la sociedad en esa dirección.
Se juzgará nuestra época por haber permitido la muerte de millones de hambre y por matar a inocentes débiles. Son condenas históricas la ley del aborto, la de la eutanasia, la ley trans, las políticas de inmigración, las políticas sobre el trabajo…