Los abrazos rotos

Nieves Sánchez
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Francisco es uno de los tres capellanes del Hospital de Ciudad Real, donde todo se ha roto, hasta la manera de morir para muchos infectados que se van de este mundo en soledad, sin ni siquiera el último rezo. «Eso es lo más devastador»

Los abrazos rotos - Foto: Pablo Lorente

Se ha roto. Todo se ha roto, porque se ha roto la manera de morir. En el lugar donde la esperanza convive con el sufrimiento humano, la vida se ha vuelto más frágil y el tránsito al otro lado, desolador. Francisco no reconoce estos días los pasillos blancos, impolutos, con el fuerte olor a desinfectante que lo impregna todo, sin voces, sin gente yendo de allá para acá, sin ramos de flores, bombones o rostros pálidos por el miedo a un posible final. Pasillos sin conversaciones, sin miradas de consuelo ni ruido de las máquinas echando café, sin gente tirada en las salas de la desesperanza colgados a un teléfono para dar el parte diario. El domingo caminaba por esos pasillos prácticamente solo, pensando que esta pandemia lo ha transformado todo.

Francisco Guerrero es uno de los tres capellanes del Hospital de Ciudad Real, el encargado de la unción y acompañamiento de enfermos durante sus últimos instantes en este mundo, en el lugar donde la vida compite más que nunca por respirar.

«Se ha roto todo. Por seguridad, nosotros no podemos acceder a los lugares donde están los enfermos infectados con coronavirus, que están falleciendo solos, sin sus familias, es desolador, es lo más cruel de esta situación, sobre todo para las familias que tienen que vivir fuera del hospital la pérdida de sus seres queridos». Personas que desesperan durante la espera, que temen la llamada de dios. «Los sanitarios están muy comprometidos y son los que están a su lado hasta el último momento y luego tienen que realizar esa llamada a los familiares y al final se van destrozados por el cansancio a casa, pero nos consta que les acompañan».

Este párroco de San Juan Bautista, donde da la eucaristía cuando no está en el hospital, tiene 61 años y está acostumbrado a las últimas palabras y al último aliento. Lleva 12 dando asistencia religiosa a los enfermos en fase terminal, pero nunca pensó poder estar viviendo y viendo lo que está sintiendo.

Se mueve por el hospital con relativa libertad, en aquellas áreas donde están hospitalizados, por así decirlo, los enfermos convencionales, a los que sigue dando el sacramento de la extremaunción en sus últimos momentos.

Tanto ha cambiado todo que en las habitaciones de estos enfermos sólo se permite el acompañamiento de un familiar por paciente durante el día. «Está todo vacío, es una sensación muy extraña» que acrecienta la soledad. La capilla del hospital permanece abierta para atender las oraciones del que lo necesite. También la puerta de su despacho, en el que con su bata blanca y alzacuellos hace turnos con sus dos compañeros, en el espacio donde reciben con mascarilla y medidas de protección las confidencias de las familias. El sitio en el que las personas se desahogan para aliviar el dolor que llevan en el alma.

«La situación ahora mismo en el hospital es dolorosa por difícil», reconoce el capellán, que estos días busca resortes, elementos que tiene al lado a los que sujetarse para que no decaiga su ánimo y que ahora valora mucho más, como la comunicación con sus compañeros o con el personal sanitario, que está desbordado; la oración compartida y el rezo por los que se tienen que marchar en soledad.

El sonido de su busca lo devuelve a la realidad que no cesa con la pandemia, la muerte al otro lado de la UCI, que continúa su viaje en camillas blancas por las otras alas del hospital. «La naturaleza se sigue cebando con los otros enfermos, sobre todo con los que padecen cáncer, que no entiende de edades y afecta igual a los jóvenes». Para Francisco, tratar con el sufrimiento de estas personas es lo que más le ha afectado en estos años, al mismo nivel que la desprotección de los mayores. Ellos siguen siendo los más frágiles estos días.

El virus se está cebando con los viejos, cambiando como está cambiando todo, hasta la manera de morir, en soledad, sin tan siquiera arropados por el último rezo.