Diego Murillo

CARTA DEL DIRECTOR

Diego Murillo


Page, de acólito a obispo

19/12/2022

El choque institucional de esta semana por la renovación del Tribunal Constitucional, la reforma del Código Penal y la aprobación de leyes polémicas en el Congreso de los Diputados ha revelado más si cabe la personalidad de cada uno de los protagonistas políticos, judiciales e incluso periodistas. Nadie recuerda una colisión en latitudes tan altas. Hay quien asemeja ese encontronazo -que se puede agravar en el día de hoy- con la crisis territorial de Cataluña de 2017. En estos días es difícil calcular el nivel de descontento y la erosión que el Ejecutivo de Sánchez está llevando a cabo en la sucesión de reformas legislativas como si se le agotara el tiempo, como si la cita electoral de mayo fuera su gran plebiscito. Por más que la legitimidad de sus acciones avalen su visión reformista, la desestabilización y preocupación es palpable en gran parte de la sociedad. En especial por la condicionalidad y los aliados de las futuras leyes. Por compleja que parezca esta crisis institucional y a expensas por determinar quién realmente se está pasando de la raya democrática, la zozobra llega a todos los estamentos. Conocido es el descontento del presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page. No es de ahora, sino que viene de lejos. Y no tanto porque la ola nacional le pueda sacar del Palacio de Fuensalida sino por la peligrosidad que, a su juicio, ya predijo cuando Sánchez empezó a salirse del discurso tradicional del PSOE. 
Page -lo dijo hace un mes- no está dispuesto a ser el monaguillo y a comulgar con ruedas de molinos. Su sucesión de reproches se ha visto como flagrante deslealtad. Hace unos meses podría entenderse en clave electoral e incluso como rivalidad interna. Sin embargo, Page se ha ido cargando de razones para no alinearse con su secretario general en las 'desviaciones de Estado', en esas políticas que se alejan de aquel consenso de la transición y que fue refrendado por la mayoría de los españoles. Es de alabar su constante firmeza por mantener la coherencia histórica de los socialistas aunque sea para su provecho electoral, personal o le suponga el fin de su carrera. Quien sabe. Hay pocos políticos capaces de discrepar con sus superiores cuando el momento lo requiere; cuando el conflicto atenta a la esencia, sin orillarse en el descontento de los enfadados por no obtener un cargo, un reconocimiento o un favor. En política no se entiende la disensión como una aportación sino como una piedra arrojadiza. Quizá hubo momentos en los que Page quiso desprenderse del alba de monaguillo demasiado pronto, como estrategia territorial por alzar la voz en Madrid, como hacía su maestro y mentor José Bono con Felipe González en los albores del Estatuto de Castilla-La Mancha. Pero llegados a esta encrucijada institucional, Page ha revelado la gravedad del momento y ha esparcido la sal en la herida por más que escueza a compañeros de partido, enrabiete a los socios del Gobierno y desconcierte a sus rivales. Más allá de lo que pase en las elecciones autonómicas y municipales del próximo mayo, Page ha subido ese peldaño para doctorarse en el centro del socialismo español, ese electorado descarriado que no atiende a sermones extremos. Él ya camina con báculo propio.