José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Ronchamp

24/05/2022

Estoy lejos en el espacio y lejos en el tiempo. Escribía Javier Marías en su página semanal que «el espacio es el depositario del tiempo, del tiempo ido», siempre y cuando se conservan los espacios, «sean una habitación o una casa». Cuando no perviven físicamente ni habitación ni casa, ese tiempo ido y flotante solo podrá alojarse entonces en la memoria, como en una suerte de líquido amniótico donde en este mi caso hay un libro, Maravillas del Mundo, sobre el suelo en interminables horas de la siesta en veranos de la infancia interminable. 
Era la única huida posible. La fascinación de sus páginas satinadas, lujosas dobles a todo color, los textos precisos, la Antigüedad y lo más moderno de todos los continentes. Qué lejos me llevaba aquel volumen —que aún conservo— al que volvía una y otra vez, qué lejos de la realidad circundante, borrada por la realidad satinada de sus páginas. La misma lejanía geográfica cuando leo el ensayito del reconocidísimo arquitecto español Rafael Moneo, Sobre Ronchamp (Acantilado, 2022), la capilla francesa que proyectó Le Corbusier en 1955, esa que aparecía entre las sesenta 'Maravillas' del hombre y de la naturaleza de mis ojos asombrados.
Torres y muros blancos apenas traspasados por orificios cuadrados, púlpitos al exterior, la cubierta como un gigantesco peinado curvo, una geometría extraña, tan distinta a todo lo demás allí catalogado. Para Moneo, un espacio visceral, sensorial y existencial, «una continua oscilación entre muros cóncavos y convexos» que se adueña de nosotros sin percibir orden visual o estructural alguno. Lo define como gigantesco dolmen, donde se confunden los conceptos de fuera y dentro, y la religión es una experiencia sólo íntima que alude al creyente como sujeto de reflexión y trascendencia, predisponiendo a los no creyentes a una reflexión sin que la arquitectura imponga límites o restricciones ideológicas, sino creando una atmósfera para los sentimientos y afectos. La considera insuperable, un referente inalcanzable al abordar el tema sacro.
El suizo de redondas gafas negras que le conferían su imagen característica y una vez definió la casa como «una máquina de habitar», vanguardista y agnóstico de origen protestante, proyectó libre ese encargo eclesiástico, que no fue el único, y catalogó Ronchamp de «sinfonía de sombra, luz y claroscuro». Síntesis de las artes quiso ser, como su autor fusionó teorías urbanísticas con la plástica informalista y cuestionables propuestas acaso megalómanas.
No conozco Ronchamp, elevada en lo alto sobre los bosques de Cherimont, y creo que ha sufrido problemas de conservación (no es ajeno a ello cierta arquitectura más rompedora), pero se funde en mi indeterminación del tiempo.