José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Inocencia de la memoria

13/12/2022

Tiene la mañana el sonido de un clarinete aún torpe que traspasa las paredes y juega saltarín, incierto, por la escala musical queriendo volar alto y lejos, y también el del viento que sacude las últimas gotas de los árboles y me salpican el rostro. Como tiene el sonido hondo de la memoria, la que nos nutre como savia viva; la memoria no se produce por decretos, no admite adjetivaciones ni necesita leyes que enfrenten, la memoria es personal, íntima, al cabo lo único que somos. Para el escritor Pedro A. González Moreno, lo dice en su libro Contra tiempo y olvido (Almud, 2022), son hebras de luz para salir del laberinto. 
La memoria que convoca —y nos transfiere con un tono de nostalgia tangible— es la de infancia y adolescencia en Calzada de Calatrava, su tierra y el espacio emocional al que se está acercando más en lo físico pero del que nunca se ha alejado en lo espiritual. Pedro, qué envidia no haber tenido yo en mi niñez para mirarme y jugar esos dos castillos de verdad, tintados de azul y bruma, y hablar luego de las desoladas ruinas de Salvatierra donde «vagan todavía sombras sin encontrar su sitio y aquella luz de la infancia». Qué envidia de un arca entre los trastos altos del camaranchón donde subir a escribir precoces romances y novelones rusos que no creían que hubieras escrito, y de los cientos de libros en una biblioteca pública para ordenar y leer como un Borges mancheguizado, cuando no salíais a cazar guacharillos o desollaros las rodillas en las eras de libertad y tiempo infinito.
Leemos para verificarnos, para comprobar que existimos, para reconocer también mi niñez: una higuera y dos parras en el patio, crecer al calor del brasero de picón, comer el 'pan y quesillo' blanco de las acacias (en la calle de al lado, la mía sin un solo árbol), refrescar las botellas en un cubo dentro del pozo, observar al lañador que reparaba cacerolas de puerta en puerta, tener como héroe máximo al Capitán Trueno o recibir aquella capillita de la Virgen con dos portezuelas y una ranura limosnera que pasaba de casa en casa. Tampoco en mi capitaleja teníamos grifos, sí una inmensa calle vacía para jugar y la misma necesidad de ser 'persona de provecho'… 
Suyos fueron los sesenta/setenta rurales, con mudanza en el 77 para hacer Filología en el Colegio Universitario, oliendo todavía «a campo y bachillerato» (González Cuenca), largas tardes en el Grano de Oro (la taberna del torero amigo de mi padre, donde iba con él a ver las corridas televisadas del Cordobés) y sus primeras escaramuzas poéticas, publicaciones, premios. Para saltar luego, como yo (cinco años de diferencia), como tantos, a la diáspora madrileña, sea la Complutense, la gloria o el retorno.
Apenas, Pedro, si nos separa una Olivetti: de tu Lettera 32 a mi Lettera 45. Pulsaciones de palabras.