La cruz es un contrasentido. Cualquier sufrimiento lo es. El dolor y la enfermedad lo son. La muerte, mucho más. Jesucristo sufriendo abandono, traición, cruz, burla, dolor, una muerte que es la expresión del mayor de los fracasos. Nueva burla. Vinagre y cumplimiento. No hay salida ni esperanza posible. Todo queda en silencio y sin respuesta. Aires de grandeza que solo pueden llevar a irrisión. 
Mi reino no es de este mundo, que le dice Jesús a Pilato. Y, ¿entonces? ¿de dónde? ¿Qué sentido tiene ser rey sin poder? ¿A merced de cualquiera que te traiga y te lleve? ¿Qué Dios es este que en vez de vencer, fracasa? Si tu reino fuera de este mundo estarías rodeado de ejércitos y de ángeles. Te acompañan doce que ya han huido. Los cercanos. Otros discípulos, hace tiempo que se fueron. Gritan los fariseos, los soldados. Los que mandan y son poderosos. Ellos son los que tienen voz, los que deciden, los que son dueños de sus vidas. Han triunfado. Así se ven. Así los ven. Queda el pueblo fiel, el que no tiene voz, el que no es capaz de hablar en el Calvario, pero que, contemplando la cruz descubre amor y victoria. Es el parto del amor. El que se entrega por otros. El éxito no está en el triunfo sino en el silencio preñado de sacrificio enamorado y vivido. El que ama a otros y se entrega por otros. Sin aspavientos, sin proclamas ni manifiestos. La luz y los taquígrafos descubren el contra sentido en el misterio de la vida que así se expresa cotidianamente. Solo en el amor entregado está la vida.