Ramón Horcajada

Edeumonía

Ramón Horcajada


En torno al fuego

09/09/2022

Todas las revoluciones acaecidas desde el siglo XVIII fueron, en el fondo, promesas de realización y felicidad dirigidas a la humanidad. La mediocridad de las épocas anteriores sería superada. A partir de entonces, la felicidad sería posible aquí y ahora, de ahí que J. Bentham se atreviese a formular el principio de su utilitarismo como la obligación de generar «la mayor cantidad de felicidad para el mayor número de personas». Estaba en nuestras manos ser felices y ya no se necesitaba ni a un Dios ni a ninguna Iglesia para lograrlo. El cielo no estaba más allá, estaría aquí y el ser humano sería capaz de hacerlo real. Ni el santo ni el héroe decían ya nada. «Prefiero ser feliz a ser un héroe o un santo», parecía gritarse en todas las esquinas olvidando las fuentes de la moral existentes y que tan maravillosamente describiera Bergson a principios del siglo XX. El mundo podía dejar de ser oscuro y convertirse en un paraíso. Ese sería desde entonces el objetivo propuesto, no el de vivir consolados por un más allá que nunca llegaría. Progreso sí, eternidad no. El «aquí» y «ahora» se convertía en el escenario privilegiado en el que reconciliarse consigo mismo. Todo se convirtió en búsqueda de felicidad y todo debía girar en torno a ella.
Pero si el más allá nunca llegaría, si el cielo no estaba más allá sino aquí, ya que era una promesa vana, el paraíso terrenal tampoco llegó. Ese paraíso defrauda conforme nos acercamos o se desvanece conforme lo entrevemos. «El Edén es siempre para después», dice Pascal Bruckner, de ahí que, sigue afirmando el pensador francés, también las grandes promesas comenzaron a hablar de sacrificios y de esfuerzos: la visión marxista celebra la violencia como generadora de Historia y predica la eliminación de las clases explotadoras, Nietzsche exalta la crueldad para la selección del superhombre y no hay ideología que no pretenda sacrificar la parte por el todo, doctrinas en las que el mal es un momento del bien (de alguna manera tienen que justificar el mal, ya que su desventaja frente a las religiones es la de su incapacidad para explicar la inutilidad de la prueba). 
El mal y el sufrimiento siguieron sin solución.  ¿Qué le quedó al ser humano? Se dio un imperativo: el bienestar. Y el menor disgusto se convierte en un insulto para este sujeto, sujeto neurótico que temblando ante el invierno que viene, y que no paran de recordar los medios y las redes, se come un arroz en la playa quejándose del precio de la gasolina y de la luz. Puesto que el dolor y el sufrimiento ya no tienen remedio, disfrutemos. Y nuestro sujeto vive disfrutando obsesionado a su vez por la muerte, el sufrimiento, la enfermedad y la vejez, de ahí que el gran problema de nuestro mundo se reduzca a una palabra: el aburrimiento. La única gran revolución que ahora somos capaces de soportar es la revolución estética, la del bótox, la del fitness y el mantenimiento, el   aquagym y los personal trainer, la del Garmin y el Strava, la de Quechua y Decathlon.
Las grandes ideologías de los últimos siglos (liberalismo, marxismo, fascismo, socialismo) no han sido más que meros sustitutos de las grandes religiones prometiendo que ellas serían la solución definitiva, pero seguimos siendo vencidos por aquello que pretendimos superar, angustiados por las mismas cosas que angustiaron a nuestros ancestros.
Hay veces que tengo la sensación de que seguimos sentados en torno al fuego contemplando las estrellas como aquellos ancestros, aquellos judíos orantes por el desierto, aquellos griegos geniales, aquellos egipcios tan sofisticados o aquellos grandes romanos, rumiando las cuestiones fundamentales que han aquejado al género humano desde que somos lo que somos y seguimos respondiendo como solo sabemos, a través de mitos que no paramos de inventar para seguir intentando explicar y justificar nuestras pobres existencias. Quizás no haya tanta diferencia entre los mitos de aquellos que nos precedieron y las promesas de libertad, justicia y felicidad que no hemos parado de repetirnos estos últimos siglos. No es otro el sentido de la aparición de un último mito, también producto de nuestros miedos milenarios y epítome del sujeto aburrido y miedoso de finales del siglo XX y principios del XXI: el transhumanismo, último clavo ardiendo para conseguir la salvación definitiva, el Edén prometido y deseado.