El timonel que trajo de vuelta la democracia

Georgino Fernández (SPC)
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La carta del Rey Emérito a su hijo anunciando que prolongará su 'destierro' en Abu Dabi, reivindica también el esencial papel que jugó en el regreso de las libertades a España, ahora opacado por sus problemas fiscales

El timonel que trajo de vuelta la democracia

Por muchos motivos, la carta que a comienzos de este mes el Rey Emérito dirigió a su hijo, Felipe VI, anunciando su intención de continuar residiendo en Abu Dabi es un documento para la Historia. Incluso, puede decirse que tiene algo de testamento personal. En ella, Juan Carlos I reconoce las aristas que han deslucido la última etapa de su reinado, pero también reivindica (con justicia) su papel como gran timonel de la restauración democrática en España. 

«Soy consciente de la trascendencia para la opinión pública de los acontecimientos pasados de mi vida privada y que lamento sinceramente, como también siento un legítimo orgullo por mi contribución a la convivencia democrática y a las libertades en España, fruto del esfuerzo y sacrificio colectivo de todos los españoles». Así reza el penúltimo párrafo del escrito, donde el Monarca defiende aquel gran andamiaje político que abrió la puerta a la Transición, un entramado triangular que estuvo formado por tres miembros. En la cúspide, Juan Carlos de Borbón, como gran cabeza visible. Como arquitecto en la sombra, el último presidente de las Cortes franquistas, Torcuato Fernández Miranda. Y como ejecutor final de todo, Adolfo Suárez. 

Como Rey, supo mantener siempre una imagen de alguien cercano, que le llevó a contar con el cariño del pueblo, que le reconoció siempre su disposición a pilotar un cambio de rumbo radical en el país.

Sin embargo, todo comenzó a torcerse en 2012. Ese año marcó el inicio del desgaste que ha sufrido su imagen en los últimos tiempos. El detonante fue un viaje a África, a una cacería de elefantes en Botsuana. En esa expedición, además, sufrió una caída donde se fracturó una cadera, que fue lo  que destapó la caja de los truenos. «Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a suceder», dijo en la comparecencia ante los medios tras su operación. Otra frase que también forma parte ya de la historia.

Más tarde sus problemas fiscales, con regularizaciones millonarias de por medio, terminaron de bajar su popularidad a unos índices inusuales para alguien que, en el corazón y en la mente de millones de españoles, siempre quedará como el gran impulsor de la cuidada operación de política quirúrgica (por su limpieza y precisión) que trajo de vuelta a la democracia.

Y aquella tarea -aunque ahora voces de la izquierda más radical se empeñen en dinamitar el espíritu de la Transición-, requirió mucho tacto, una gran dosis de temple y una apuesta decidida por la reconciliación de todo un país.

 Lo primero es evidente porque los resortes del poder continuaban en manos del búnker franquista, al que le salían sarpullidos ante cualquier cambio; lo segundo fue innegable porque las opciones de verse arrollado y maltratado por el monolítico bloque opositor a los nuevos aires eran muchas y lo tercero quedó pronto claro: Juan Carlos I quiso ser desde el primer momento un rey de su tiempo porque era consciente que el de Franco ya había pasado. 

Como sucede en todo gran proceso de estas características, hubo versos sueltos, pero tanto a la derecha como a la izquierda del espectro político se concitó también un amplio consenso para llevar la nave democrática a buen puerto. 

Yello a pesar de que, al comienzo, pocos o ninguno veían a Juan Carlos Icomo la persona capaz de asumir aquella tarea. Manuel Prado y Colón de Carvajal, diplomático y amigo personal, cuenta que en sus contactos con mandatarios extranjeros a finales de 1975 como el que fue secretario de Estado de EEUU, Henry Kissinger, o el presidente francés, Giscard d'Estaing, percibió poca confianza hacia él. «Pensaban que el franquismo no iba a durar pero que el Príncipe tampoco, porque lo consideraban un epígono de Franco. Ellos apostaban más bien por un gobierno formado por militares moderados». Sus augurios, fallaron.

Junto a Torcuato Fernández Miranda fue sumando etapas y nadando entre dos aguas, entre la legislación de la dictadura y la que ya alumbraba la futura democracia. Tras su proclamación como Rey el 22 de noviembre de 1975 (dos días después de la muerte de Franco y con el país aún en pleno luto oficial) puso manos a la obra. Su discurso de proclamación ya guiaba su hoja de ruta: «Hoy comienza una nueva etapa en la historia de España, nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia».

Así, llegó la Ley para la Reforma Política aprobada en 1976 por las propias Cortes franquistas, que sentaba las bases para eliminar las estructuras del régimen dictatorial. Luego vendría el paso de la dictadura a la democracia sin derramamiento de sangre. Decretó una amnistía general, legalizó los partidos, incluido el PCE y los sindicatos... todo con un notable sentido político para despejar cualquier duda de que el envite iba en serio. Algunos años más tarde diría: «La realidad fue muy difícil de soportar para quienes creen que cualquier tiempo pasado fue mejor».

El 15 de junio de 1977, se celebraron en España las primeras elecciones generales libres y democráticas. Un hecho histórico que superaba el paréntesis abierto por la dictadura desde el tiempo de la Segunda República. El camino de las urnas ya no tenía vuelta atrás. Y en esa página de la historia su nombre está con letras mayúsculas.