Editorial

La hora de las víctimas

-

El policía francés Jean-Serge Nèrin fue la última víctima mortal de ETA. Asesinado en un tiroteo con tres miembros de la banda terrorista que perpetraban un robo en un concesionario. Un año y medio después, con su estética y puesta en escena tan sombría como reconocible, tres encapuchados anunciaban el «cese definitivo de la actividad armada». Este miércoles se cumplen 10 años de esa histórica jornada, pero las heridas siguen sin cicatrizar, la estela sangrienta de la banda terrorista no se ha atenuado, aunque hay quien mira para otro lado, y la sombra de los asesinos sigue presente condicionando el debate político tras su desembarco en las instituciones. El comunicado ponía el epílogo a más de medio siglo de despliegue del terror a lo largo y ancho del territorio nacional con un siniestro reguero de 854 víctimas mortales y miles de heridos en sus múltiples atentados.

Con independencia de que la derrota militar de ETA llegara bajo el mandato socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, ha de considerarse un triunfo colectivo fruto del trabajo de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y de la resistencia pacífica de la sociedad española que incrementó de forma progresiva en las calles su rechazo a la barbarie terrorista. Una victoria del poder de las instituciones democráticas del Estado que exhibieron más fortaleza desde la unidad política. Un ejemplo es el acuerdo entre el PP de José María Aznar y el PSOE para promover la ilegalización del brazo político de la banda, Herri Batasuna. Hoy, la fragmentación política, la dependencia del Gobierno de partidos de dudosa calidad democrática como EH Bildu, donde anidan ex-presos de la banda asesina, dificulta el despliegue de un discurso unánime y fiel a lo ocurrido que huya de la ensoñación sectaria de los violentos. En juego está el legado a heredar por las generaciones venideras y, por ello, el relato de los años de plomo etarra no puede ser escrito por los mismos que empuñaban un arma para conseguir sus objetivos.

Frente al protagonismo que ha de concederse a las víctimas, los abertzales marcan la pauta y monopolizan una efeméride simbólica a través de la comparecencia de Otegi, calculada al milímetro y sin una explícita condena a los terroristas. Un gesto que ha conseguido enfrentar de nuevo a los dos principales partidos constitucionalistas, ambos con caídos en sus filas, que debieran esforzarse por hacer frente común ante el discurso proetarra tendente a equiparar víctima y verdugo. La atención ha de ponerse en los primeros, en su cobertura y protección, evitando acciones que contribuyan a su oprobio, como ocurre con los homenajes públicos a los miembros de ETA que se suceden en las calles del País Vasco. El foco hay que situarlo sobre los asesinos pero únicamente para exigir cumplimientos de condena y denunciar el acercamiento arbitrario de presos y otras medidas de gracia que diez años después devalúan la gravedad de lo acontecido.