Recuerdos de fanegas y maquila

Ana Pobes
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Alfonso López-Villalta fue el último molinero de Manzanares, oficio centenario ya desaparecido. La provincia llegó a tener 370 molinos documentados, pero a día de hoy tan solo cinco son visitables

Recuerdos de fanegas y maquila - Foto: Foto Tomas

A pesar de sus 85 años, Alfonso López-Villalta sube los escalones con fuerza y tesón. Son los peldaños que ha subido «1.500 veces» y que le llevan a adentrarse a los recuerdos vividos en el Molino Grande, de donde salió el dinero para que sus hermanos y él pudieran estudiar. Familia de apellido molinero, desde los 15 hasta los 40 años dedicó su vida a la molienda, oficio centenario ya desaparecido pero que durante mucho tiempo, hasta el año 1975, fue el sustento de la familia. Fue en ese año cuando se produjo definitivamente el cese de la actividad de todos los molinos harineros, y fue entonces cuando Alfonso tuvo que buscarse la vida. Dijo adiós a los sacos, al grano, al ruido de los rodeznos (rueda hidráulica) y a la maquila (cantidad de harina o trigo que correspondía pagarle al molino por la molienda) para empezar a trabajar en el Banco Central de Manzanares, situado en la calle Virgen de la Paz. Pero a pesar de todo, ese pasado se mide en fanegas (medida de capacidad para el grano).  

El segundo de siete hermanos,   tira de vivencias y memoria para relatar cómo era su vida en el Molino Grande, hoy convertido en un museo que, a pesar del transcurso del tiempo, conserva toda la solera y mantiene la maquinaria de la molienda intacta, que «si se pusiera a funcionar lo haría perfectamente».  «Molíamos el trigo para sacar la harina de flor y de ahí el pan de candeal, mientras para los animales molíamos la cebada y el maíz como pienso», recuerda con nostalgia. En una hora se podía llegar a moler 200 kilos de cereal aunque había días en los que se llegaba a los 4.000, pues en las épocas de mayor actividad el molino «llegó a funcionar las 24 horas del día». «Los obreros trabajaban de noche, y yo lo hacía desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche. Trabajábamos sin descanso», relata. Él fue el último molinero de Manzanares.  

Hijo y nieto de molineros, su abuelo arrendó en 1890 el Molino Grande, propiedad por entonces del Marqués de Salinas. En aquella época el molino era de agua, de ahí que se ubicara cerca de la ribera del río Azuer. Así, gracias al agua y al viento se podía molturar la harina, y gracias a ese movimiento se podía alimentar la población. Años más tarde, su padre se hizo cargo del molino y tras la Guerra Civil amplió el negocio con la instalación del motor eléctrico con el objetivo de trabajar «los doce meses del año, las 24 horas del día». Y se consiguió. «No parábamos nunca. Había trabajo. Si había agua trabajábamos con el hidráulico, y si no con el eléctrico». Ahora el agua del Azuer no mueve molino y hace décadas que Alfonso no muele, pero el que «nace molinero se marcha molinero».  

Recuerdos de fanegas y maquila Recuerdos de fanegas y maquila - Foto: Tomás Fernández de MoyaÉl se encargaba de las fanegas, esas que muestra con orgullo, y de controlar el trigo en la tolva, a la que se sube con agilidad. «Si se acababa el cereal de la tolva, las piedras molían en vacío y esto podía quemarlas desgastándose así el rayado de las mismas». Para evitarlo, recuerda, se ingeniaba un sistema de aviso como podía ser una simple campanilla que sonaba al moverse libremente dentro de la tolva por haberse quedado vacío de grano. Era el aviso. 

La larga espera de los moledores y la fama de escasa honradez de los molineros ha dado lugar a numerosos refranes como ‘no fíes de maquila de molinero ni de ración de despensero’. Pero Alfonso, preguntado por este tema, lo niega. «El molinero ganaba un poco más extenso que un sueldo, pero tampoco para hacerse rico. Teníamos mala fama porque la gente traía, por ejemplo, 100 kilos de trigo y pretendía llevarse 105, cuando a esos kilos había que  descontar la maquila y el tanto por ciento del espolvoreo, es decir, el trigo que se va yendo por el aire, y los pajitos que se eliminaban al pasar por la limpia. Era lo que se conocía como mermas naturales, y así constaba en la liberta. Pero no robábamos», subraya.    

Tierra de molinos. De los más de 370 molinos documentados que existieron en la provincia solo cinco de los hidráulicos son visitables. Así, junto al Molino Grande, el listado lo conforman el Molino Carrillo, en Malagón, convertido hoy en una casa particular, además del de Membrilla, reconstruido y que se utiliza para eventos, y los molinos de Molemocho y el Brezoso, situados en los parques nacionales de Las Tablas de Daimiel y Cabañeros, respectivamente, dice. Julio Chocano, licenciado en derecho y en historia, realiza su tesis doctoral sobre los molinos. Un tema, reconoce, que le ha enganchado y por el que siente «auténtica pasión». «Empecé a leer sobre los molinos de viento pero encontré una fuente de información tremenda con los molinos hidráulicos, que llegaron mucho antes que los de viento gracias a los romanos. Aunque fueron los árabes quienes los perfeccionaron y los visigodos los que más lo utilizaron», argumenta. 

Recuerdos de fanegas y maquila
Recuerdos de fanegas y maquila - Foto: Tomás Fernández de Moya
Capítulos de historia que relatan que ya en el siglo XV había constancia de la presencia de molinos en la zona del Campo de Calatrava, pues se cree que la provincia pudo albergar hasta 500 molinos pero «hubo mucha destrucción», lamenta Chocano, quien señala que hay zonas de España donde «en un par de metros cuadrados hay 67 molinos». Es el caso, por ejemplo, continúa diciendo, de Pontevedra, «donde podemos llegar a encontrar diez molinos en escalera. Uno detrás de otro». Un hecho que demuestra que «su utilización ha sido muy profusa en todo el mundo» gracias a una noble tradición familiar que era transmitido casi siempre de padres a hijos.