Con el sueño de cambiar el mundo

Manuel Espadas
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Ibrahim, afincado desde hace tres años en Ciudad Real, relata a 'La Tribuna' su dramática historia desde que decidió huir de su país hasta que llegó a España desde Marruecos

Ibrahim, junto a la bicicleta con la que se desplaza por Ciudad Real. - Foto: Tomás Fernández de Moya

Mañana se cumplen tres meses del atroz suceso que le costó la vida a decenas de personas que intentaron saltar la valla fronteriza que separa la población marroquí de Nador con Melilla. Un día negro, que provocó múltiples reacciones de repulsa en todo el territorio español, con manifestaciones como la que se vivía en la plaza Mayor de Ciudad Real, bajo el lema 'Las vidas negras importan. Contra las muertes en las fronteras'.

Ibrahim, un joven guineano de 25 años, vivió aquel impactante suceso en la capital ciudadrealeña, donde lleva asentado desde hace tres años, aunque sigue esperando que se regularice su situación. Se hace una idea muy aproximada del drama que pasaron aquellas personas en ese trágico intento de salto a la valla para acceder a territorio español, porque a él le tocó sufrirlo en su momento. Por eso, porque sabe de lo que habla, no le convencen las explicaciones del ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, dadas en el Congreso este miércoles, defendiendo la actuación policial y denunciando la supuesta violencia empleada por las propias víctimas: «Los políticos no dicen la verdad porque no quieren verse implicados en muertes, en países que se supone que respetan los derechos humanos. No es humano buscar excusas para explicar la muerte de personas que corren hacia adelante porque tienen el fuego detrás, y que no pueden volver de donde están huyendo».

Conflicto familiar

La historia de Ibrahim no es la clásica del joven subsahariano que no duda en arriesgar su vida para intentar alcanzar suelo europeo huyendo de la guerra, del hambre, del terrorismo o de un golpe de Estado en su país, aunque eso no hace que su relato sea menos impactante. «Me fui de mi país huyendo de mi familia», confiesa en una entrevista concedida a La Tribuna.

Guinea Conakry es un país con más de una decena de etnias y con profundas tradiciones sociales y religiosas. En casa eran 14 hermanos, que convivían con su padre y con sus cuatro esposas. Con 15 años lo quisieron casar con una de sus primas hermanas, como era tradicional en su clan, a lo que se negó. «Yo era muy joven, con ganas de vivir, de viajar», y se escapó. De Guinea viajó a Mali, aunque enseguida descubrió que «no era un buen sitio».

racismo y violencia. Tres meses después llegaba a Argelia, tras una angustiosa travesía por el desierto del Sáhara que duró más de un mes. «Allí pasé frío, calor, sed, hambre y me trataban como a un esclavo; fue el momento más crítico que pasé, al margen del viaje en patera». Haciendo tramos andando y otros en vehículos 4x4, alcanzaba la frontera argelina.

Allí se ganó la vida trabajando en carpintería de aluminio, pero descubrió el racismo en su máximo grado, con abusos laborales e incluso sexuales. «Allí no tenía ningún derecho», recuerda. Muchos de sus amigos huyeron hacia Libia con la intención de cruzar después hasta España, pero algunos perdieron la vida en el intento. «Me planteé si todo esto merecía la pena, si volvía a casa o seguía adelante». Ibrahim siguió adelante.

Ya en Marruecos, su suerte parecía haber cambiado. «Al principio estuve bien, trabajando». Pero no tardó en darse cuenta que allí tampoco eran respetados sus derechos como persona. «La policía marroquí era muy violenta. Me llamaban negro y veía cosas difíciles de explicar». Además, empezó a darse la coincidencia de que cada vez que su jefe le pagaba el sueldo en mano, al salir a la calle alguien le asaltaba y se lo robaba. «¿Cómo podían saber cuándo cobraba, cuándo llevaba el dinero encima?». Cada día que pasaba se sentía menos seguro en Marruecos, así que tomó la decisión «de llegar a España para comprobar si era verdad que allí sí se respetaban los derechos humanos».

Salto a la valla

Primero lo intentó saltando la valla fronteriza en Nador y Tánger, pero se encontró con una violencia policial enorme. «Si te cogían, te metían en la cárcel unos días, y si no había policías suficientes para llevarte, te golpeaban para romperte el tobillo o la rodilla para que no pudieras volver a intentar saltar». A él nunca le agredieron al ser de los más pequeños y delgados.

Descartada la valla, probó por el mar. Sus primeros intentos, desde Tánger y en pateras sin motor, fueron dramáticos. En uno de ellos perdió a un amigo, lo que le hizo recapacitar. Pero ese momento de reflexión no le duró mucho y en unos meses lo volvió a intentar de un modo decidido. Hasta una decena de veces se llegó a embarcar en una de las pateras que partían desde Nador, en unas pocas pagando y en la mayoría robando para poder pagar el trayecto. El 18 de agosto de 2018 su embarcación fue interceptada por la Guardia Civil en alta mar, frente a las costas de Málaga. Un agente le atendió, le abrigó y le ofreció un café, al verlo en estado de shock. «Estábamos a la deriva, esperando a la muerte». Fue la primera vez que alguien le habló en español, «y fue muy amable», recuerda.

En Málaga comenzó su aventura en España, desde donde se trasladaba a Sevilla, y de la capital hispalense hasta Ciudad Real, de donde ya no se ha movido y donde se gana la vida «como puedo», trabajando en el campo, en la construcción, cuidando a personas o «en lo que sale».

En Ciudad Real

¿Te has encontrado con comportamientos racistas en Ciudad Real? «Siempre quiero distinguir entre racismo y entre que alguien te mira porque eres distinto. En el parque de Gasset un policía me trató con poco respeto, cacheándome, pero el otro día otro policía me pidió la documentación muy educado y me trató de usted; era como si hubiera una cámara oculta», relata.

Donde sí detecta comportamientos racistas es a la hora de encontrar una vivienda para alquilar, o trabajando en el campo, donde se abusa laboralmente de los que, como él, están «sin papeles», por lo que «no podemos protestar cuando hacemos jornadas de hasta 12 horas, como si fuéramos esclavos».

Ahora, Ibrahim sueña con impulsar una asociación en Ciudad Real que coordine todas las necesidades de los inmigrantes irregulares como él y, quién sabe, si volver algún día a su país, «pero no ahora, lo haré cuando esté preparado y cuando pueda cambiar algo allí». De momento, aguarda cambiando su pequeño mundo, con pequeñas cosas, prestando su ayuda de manera desinteresada a los que más la necesitan. Y siempre con una sonrisa.