José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


De hierro y agua

16/04/2024

Escribo y cruzo el viejo puente de hierro. Y le pongo de fondo uno de los movimientos más arrolladores del Concierto de Brandeburgo de Bach a ese Guadiana, a mis pies, arrollador a su modo, que irrumpe entre cicatrices resecas. Esos allegros barrocos euforizantes y poéticos como pocos. Y estos hierros oxidados, 1927, recuerdos del ferrocarril de vapor que nos llevaba y traía entre la lentitud y el hollín. Este puente de hierro, por el que trotan los ciclistas endomingados de color que se paran a fotografiar trenes coloreados también. Estos trenes raudos, como si no quisieran verse reflejados en ese Guadiana que viene desde Calatrava la Vieja y sus intermitencias, y apenas se percatan, al lado del Piélago, de los últimas piedras del Puente Nolaya, que se hunde lentamente como buscando los rutas abisales de esas corrientes submarinas que se nos escatiman.
Caminamos hasta el puente entre hoyos verdes de golf y rotondas  fantasmas de aquel Reino que no fue. Otra ficción. Ficción como La Mancha. Y su Guadiana, que inventó el neologismo: guadianesco. El río que rompe aguas azul turquesa en Ruidera y se esconde bajo sus quince lagunas (no son lagos, señora turista, los lagos son suizos, sino nuestro río loco y quijotesco que se sumerge en las honduras de sus acuíferos, en una huida quimérica y literaria como pocas). Este Guadiana plano que observo entre los hierros viejos, por unos días azuleados de agua, nervaduras remachadas en un zigzag de más de doscientos metros. 
Se ha llenado La Mancha de agua.
Abren compuertas los pantanos, orgullosos de salir de la penuria. Las lagunas volcánicas, convertidas en espejos de agua, parecen celebrar —alegre coincidencia— la declaración de Geoparque por la Unesco. Las rutas manchegas son caminos de barro y nuestros humedales recobran categoría y el honor de sus nombres. Los colores verdes han estallado. Trigos y avenas, cardonchas y yerbajos son una compaña casi selvática, entre manchones amarillos de jaramagos, al costado mismo de esas vías que rayan una y otra vez esta geografía lenta de volcanes dormidos.
Qué trama de hierro dibuja este puente sobre azules tan limpios. La misma geometría metálica de la línea férrea que en otro tiempo nos permitía salvar el cauce de un río que no quiso nunca acercarse a mi ciudad; porque los ríos manchegos —esquivos y ariscos en esos estancamientos y terreras— no quieren saber nada de las poblaciones vecinas, apenas el Bullaque ha socializado algo más con sus riberas (Robledo, Luciana, Tabla de la Yedra…), aunque nos regalen estampas únicas como el estrecho de las Hoces o el bello meandro de Puebla de Don Rodrigo.
Hoy, este puente de hierro y agua, barrocamente andante entre sonatas y asomado a un Guadiana acaudalado por un día, escribió conmigo la columna.