Los justos de Salomón

Nieve Sánchez
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A fondo. Median entre vecinos, aplican el sentido común y evitan largos y costosos procesos. Son jueces de paz por vocación

A don Antonio se le ve venir. Entre varias sendas elige siempre los mismos caminos, los que convergen, los que partiendo de puntos diferentes se unen en el pacto al proyectar sus extremos. Camina firme en el diálogo abrazando la razón mientras entabla una conversación con la mujer a la que quiere hacer comprender que el padre y la abuela de sus hijos tiene el mismo derecho a verlos y a besarlos que ella, a la que explica con serenidad que al margen de rencores mutuos o sentimientos encontrados deben pensar todos en el bien de los pequeños, «porque así tiene que ser».

Entiende que las líneas que divergen no son buenas, por eso a los cinco hermanos enfrentados por una herencia intenta reconducirlos hacia la confluencia, como a los vecinos que pelean por la linde de sus terrenos o por los desperfectos que provocan las raíces de una higuera ajena. Don Antonio es un hombre menudo, con un tono suave de voz, en constante búsqueda del razonamiento, del recoveco por el que quepa el diálogo que dé pie a la conciliación. «Para pactar hay que ceder y para ceder hay que perder parte de tu parcela, por eso la mayor recompensa para mí es el acuerdo».

Antonio Simón tiene 74 años y un cargo de valor. Es el hombre respetado y aclamado en Piedrabuena, donde es casi una institución. Es el elegido para impartir desde hace 13 años la justicia más cercana, para dirimir en aquellas cuestiones que pudiendo ser catalogadas como de menor relevancia son las que más interfieren en las relaciones humanas. En todos los pueblos en los que no existe juzgado de primera instancia e instrucción la mediación es cosa de hombres y mujeres justos, con el don de la sabiduría salomónica. No sentencian, median. Son jueces de paz, los justos de Salomón.

«Un juez de paz es una persona que colabora con la sociedad y, lo más importante, que evita que se desarrollen procesos judiciales que cuestan tiempo y dinero a los ciudadanos. Somos los árbitros, los moderadores para que los conflictos se resuelvan mediante el diálogo». Así soluciona Antonio casi el 80% de los casos que llegan al juzgado de paz de Piedrabuena, trabajo que quita a los tribunales de Ciudad Real. La gente lo respeta, lo paran por la calle para consultarle y hasta a la puerta de su casa llaman a cualquier hora para expresarse. Está soltero, vive solo y es maestro de Lengua jubilado, fue uno de los impulsores del IES Mónico Sánchez de Piedrabuena del que se jubiló hace 14 años como director. «Es mucho más difícil impartir justicia que dar clase, te lo digo yo».

Los juzgados de paz representan la justicia más próxima, aunque los justos de Salomón no son jueces de toga, no pertenecen a la carrera judicial ni se les exige ser titulados en Derecho, sino que prestan servicio a la sociedad a cambio de una retribución económica prácticamente simbólica dependiendo de los habitantes y tras ser elegidos por mayoría absoluta del pleno de sus respectivos ayuntamientos por un periodo de cuatro años. Es la justicia más cercana al ciudadano y a la vez la más desconocida.

Toman declaración, comunican sentencias en lo penal y lo civil a los ciudadanos, también resoluciones y son los responsables del registro civil, junto a las secretarios y funcionarios judiciales. Son el primer eslabón de la justicia con el código civil en la mano, la primera puerta a la que se llama, hasta el punto que hasta hace poco dictaminaban en juicios de faltas. «Eso sí era un problema, porque al que se multaba se iba enfadado y tenías que verlo por la calle».

Bodas ha oficiado muchas, casi todas en el pueblo desde que es juez, y algún disgustillo se ha llevado también. «Una pareja se casó y a la semana vino él a decirme que se quería separar, pero quitado esa vez, hacer matrimonios es lo más gratificante».

Antonio es un hombre afable, que invita a la serenidad. Lo expresan sus ojos, su forma de explicar las cosas, su discurso ecuánime. En estos años ha aprendido lo impensable como juez de paz, de la gente, de los entresijos de la justicia, de las grandezas y bajezas humanas. La vida en el juzgado le ha enseñado que lo que más cuesta a las personas es dar su brazo a torcer, ceder. «Lo más importante es saber escuchar aunque sepas que esa persona te está mintiendo, porque en el pueblo nos conocemos todos».

En el juzgado de Piedrabuena, en la sala de vistas donde toma declaración y media en los actos de conciliación, Antonio explica con convencimiento que nunca se puede inclinar la balanza de la diosa Temis «ni para un lado ni para otro, hay que ser justos». «No puedes posicionarte a favor de nadie porque entonces la gente no te respeta, la ideología hay que dejarla en casa. Aquí se viene a pactar y eso yo se lo digo a la gente que viene a verme», muchos de ellos antiguos alumnos tras 41 años dando clase a las generaciones de Piedrabuena.

La juez hostelera.

Tres hombres entran en el bar de la calle Real, donde una mujer joven les atiende. «¡Cuidadito, qué estáis hablando con la juez de paz!» Vanesa no tiene pérdida, generalmente está en el bar. Es la mujer de 38 años que trabaja la justicia salomónica desde la barra en la que sirve los cafés, tira las cañas y donde también le toca firmar alguna que otra fe de vida. «Con los bonos sociales la gente necesita ese trámite y no se pueden esperar al horario del juzgado». Es una mujer decidida, que no mira atrás. Regresó en 2014 a su pueblo natal con dos niños pequeños, tras divorciarse y dejar atrás una vida establecida en Ciudad Real. Ya antes de eso, desde hace siete años y medio, es la mediadora en los conflictos del pueblo.

Regenta El Chache, su propio bar-restaurante, a 100 metros de donde está ubicado ahora el juzgado de paz, una habitación minúscula donde generalmente está Paco, el secretario. Hay un par de mesas pequeñas de madera en las que cabe poco más de un ordenador y enfrente un armario de metal donde guardan los libros de nacimientos y defunciones. Vanesa Fernández Montesinos pidió que los trasladaran a este lugar desde el Ayuntamiento para que le pillara a mano su negocio, su verdadero sustento. «En el juzgado hago cuatro horas a la semana y lo que recibo es simbólico, por eso cuando necesitan algo urgente vienen a buscarme al bar».

Su pueblo pertenece a la agrupación de secretarías de Fuencaliente. «Los exhortos o denuncias llegan allí y luego ellos citan a las personas aquí, normalmente tengo que estar con ellos, así como en los actos de conciliación». Sus vecinos le piden asesoramiento sobre problemas comunes, generalmente de convivencia, y ella se empapa de todo con esas ganas que tiene de aprender. Vanesa lo tiene claro: «Prefiero ser juez de paz que hostelera, me gusta muchísimo más, si hubiera estudiado hubiera hecho Derecho, ahora ya no puedo con los niños, tienen 13 y seis años». No fue buena estudiante, dice, pero tanto es su amor por la justicia, por lo que hace, que se va a preparar las oposiciones de auxilio judicial. Lo suyo es vocación por Salomón, por eso cuando se presentó voluntaria al puesto de juez de paz a nadie le sorprendió. «Soy como la cabra loca de la familia, no les sorprende cualquier locura que haga». Una locura sana.

Para Vanesa, el momento más emotivo que ha vivido como juez ocurrió el pasado mes de agosto, con la estampa de una novia entrando a su propia boda conduciendo un camión, una ceremonia en la que lloró hasta el apuntador. «Casé a mi hermano pequeño y con mi discurso lloró todo el mundo», porque depende de para quien, estos jueces legos van más allá del «estamos aquí reunidos para unir en matrimonio...». Vanesa podría decir que el trato con la gente es lo mejor, pero eso también lo tiene en el bar, lo más importante para esta juez de paz es poder ayudar a los demás, solucionar inconvenientes, sobre todo para el alto porcentaje de gente mayor que hay en estos municipios.

Un día en el mundo.

Los juzgados de paz son como la vida misma, como un día en el mundo. Un ir y venir de personas, con sus anhelos y preocupaciones, con problemas que les generan ansiedad y que se ven incapaces de solucionar, otras con asuntos que han pasado a mayores y acabarán en un juzgado de primera instancia y puede que entre barrotes. Muchos no saben que existen ni para qué sirven. «Al final somos como psicólogos, de hecho lo realmente complicado es tener que mediar en conflictos personales, donde interviene el amor, el rencor o el odio», siempre ayudados y asesorados por sus funcionarios y secretarios judiciales.

Eduardo Cervera Bermejo no se considera un hombre importante ni más que nadie por hacer lo que hace. «Soy una persona corriente, tengo estudios básicos, pero me gusta ayudar». Hace lo que le corresponde lo mejor que puede y sabe, con voluntad, como un servicio a la sociedad. Media todo lo que le dejan desde hace seis años como juez de paz de Almodóvar del Campo. Eduardo tampoco sabía lo que hacían los hombres justos de Salomón hasta que un concejal se lo pidió. «Al principio fue algo para ocupar mi tiempo libre, porque me prejubilé muy joven, con 49 años, como administrativo en la mina de Encasur, y después con los años te vas dando cuenta de que es un servicio muy importante para el ciudadano. Te vas enamorando».

Tiene 66 años y su principal cometido en el pueblo en el que nació y donde reside es poner paz entre los ciudadanos en discordia. Por eso para él, como para el resto, una de las cosas más bonitas de esto es que dos personas resuelvan con la palabra calmada su conflicto, aunque hay de todo. Están los casos que se han solucionado rápidamente, los que no han tenido arreglo posible, los que por estar tan reñidas las partes se ha tenido que poner un biombo de por medio y los que al final han tenido que llamar a la Policía para que los separen.

En Almodóvar, los problemas de la gente no son diferentes a los del resto de pueblos, son muchos y variados. La dimensión viene con el motivo si no se cambia de óptica para ver que la paja no siempre está en el ojo del vecino. Por eso, entiende Eduardo que un juez de paz debe ser tranquilo, conocido y reconocido por sus vecinos. «Sí que me hubiera gustado ser juez pero hasta que no lo conoces no sabes lo que es, la gente viene con mucho respeto porque recibir una carta del juzgado, aunque sea para firmar un expediente de dominio, asusta, la mira con recelo».

José Antonio Tapiador lo que recibe en su trabajo son muchas llamadas, generalmente de personas pidiendo ayuda. Trabaja en la centralita de Emergencia Ciudad Real, es bombero, pero donde apaga más fuegos es en Alcolea de Calatrava, su pueblo. «Tengo 53 años y soy juez de paz desde hace 14 y sin duda lo que más disfruto es hacer matrimonios, casar a parejas es lo mejor». El pueblo, dice, es tranquilo pero la gente es igual que en todos sitios, con la exclusividad de la razón. La mayor parte de su trabajo en este caso, al ser un municipio pequeño, llega por el registro más que por conflictos. La mayoría de las disputas en las que media son por alambradas, por obras en las casas, por caza o porque la leña les sobrepasa y así, problemas tan grandes como un mundo entero para quienes los arrastran. «Y si no estoy aquí, van a mi casa».

Los jueces de paz lo son en el despacho y en la calle. La provincia está plagada de hombres y mujeres justos, que caminan derechos por la senda de la ecuanimidad. Disfrutan cuando dos personas se avienen, cuando hay conciliación y son capaces de hacer ver a otros que no llevan toda la razón. Son los justos de Salomón e imparten justicia con la vara del sentido común.