«Si podemos curamos; si no, mejoramos y, si no, consolamos. Es nuestro deber»

Pilar Muñoz
-

Teresa Bellón Martínez. Primera fisioterapeuta de Ciudad Real. 44 años en Enfermería

Intentó acceder a la primera promoción de la Escuela de Enfermería de Ciudad Real pero no fue de las diez elegidas, así que se matriculó en Magisterio para no pasar un curso ociosa y, al año siguiente, lo volvió a intentar y lo consiguió, un éxito que se explica por su vocación pero también por una determinación igual o casi más profunda. Ha pasado casi medio siglo y conserva aquel ímpetu juvenil, la sonrisa y la actitud positiva con la que dice ha encarado el trabajo todos estos años, una trayectoria profesional en la que, entre otras muchas cosas, ha sacado en claro que un sanitario nunca se puede acostumbrar a ver morir a sus pacientes.

Teresa Vellón Martínez (Ciudad Real, 1948) demostró determinación y arrojo desde muy joven en tiempos difíciles, con normas muy rígidas y severas dentro y fuera del ámbito familiar. Entonces sólo se podía estudiar en Ciudad Real Magisterio o Enfermería. Su madre intentó sin éxito que estudiara Magisterio, como su abuela, u opositara a la Administración como había hecho ella (trabajaba en Hacienda. Pero «yo le dije que no, que quería ser enfermera». La única relación con dicho gremio de su familia era más bien lejana: «mi padre era funcionario de Sanidad y de pequeña íbamos donde trabajaba a que nos pusieran las vacunas y las enfermeras me hablaban por ser hija de quien era», cuenta complaciente y divertida.

Estudió el Bachillerato en Ciudad Real e intentó acceder a la primera promoción de la Escuela de Enfermería, que inició su andadura en 1967, pero, al no conseguirlo, se matriculó en Magisterio.

Sin embargo, aquel primer revés no la desanimó ni amilanó su vocación y, al año siguiente «volví a presentarme al examen de ingreso y lo aprobé pese a que eran muy exigentes, se presentaba muchísima gente para una decena de plazas». Cuenta que las diez alumnas de la primera promoción de la Escuela de Enfermería de Ciudad Real se graduaron en 1970. Teresa Vellón pertenece a la segunda, compuesta por once estudiantes.

Dice que los estudios de entonces nada tienen que ver con los de ahora, empezando por la rígida disciplina que imperaba. «Estábamos internas en la sexta planta de la Residencia Sanitaria Nuestra Señora de Alarcos (el viejo hospital de Ciudad Real), nosotras en un ala, los residentes en la otra y encima, en la séptima, las monjas».

Recuerda que cuando llegaba el fin de semana tenían unas ganas tremendas de salir a divertirse pero «había compañeras que decían que no podían por mucho que les insistiéramos porque sus padres estaban trabajando en el campo, de sol a sol, y no podían permitirse el lujo de suspender. No sólo querían aprobar, querían sacar nota. Era un orgullo para sus padres ». Además el grado de responsabilidad que había antes «no lo encuentras hoy», añade Vellón.

Entre las muchas anécdotas de internado habla de los paquetes de comida que les mandaban las madres y, aunque reconoce que «no pasábamos hambre», los dulces y bombones que recibían «se agradecían mucho y nos los quitábamos unas a otras; lo normal en un internado», dice rompiendo a reír para a renglón seguido alegar en su defensa que «formaba parte de las bromas».

Eran los momentos dulces de  «la dura vida de estudiante», en la que había que hincar los codos y  aprenderse nombres casi impronunciables. «Entonces supe que tenemos diez capas en el ojo, me aprendí el nombre de todas y  me pusieron un diez».

Llegado a este punto de la charla reconoce las labor de los profesores: «eran médicos con una vocación enorme y querían que nosotras fuéramos las mejores, se  esforzaban mucho en preparar las clases y pretendían que supiéramos casi tanto como ellos». Uno de aquellos médicos era Rafael Ruiz, que las llamaba 'diablillos' porque «nos escapábamos para ver como quitaban puntos y se hacían las curas. Nos metíamos en la sala de partos y en el depósito de cadáveres para ver si nos impresionaba; pensábamos que, si aguantábamos un parto y la visión de la sangre y de un muerto sin marearnos, valíamos para esto», rememora entre risas.  

monacal y cuartelero. El trato con las monitoras, en cambio, era harina de otro costal. La directora de la Escuela, Georgina Sanz, y la secretaria, María Luisa Romero, procedían de la Sección Femenina, habían sido expresamente preparadas para formar a futuras enfermeras en Burgos y su talante lo impregnaba todo, tanto que «cuando estaban las monitoras en las clases todo era muy rígido, muy serio; y cuando se iban hasta los mismo profesores decían vamos a echar unas risas y un cigarrillo».

En aquel régimen entre monacal y cuartelero una de las peores cosas que podía tocarte, según Teresa Vellón, era que «te nombraran jefe de día; lo que hacía era levantarse la primera, llamar a todas las habitaciones para que se levantaran, estar la primera en el comedor, comer con la dirección y las monitoras. Hoy sería un grado, pero en nuestro caso era un suplicio. Nadie quería ser jefe de día. Es más, cuando hacía alguien una trastada se la nombraba jefe de día», dice rompiendo a reír.

Han pasado más de 40 años y aún tienen grabado a fuego los tres meses que estuvieron castigadas sin pisar la calle porque alguien tiró las mondas de una naranja al patio. Tenían prohibido comer nada por la noche porque «fuera de horas no se podía comer absolutamente nada y si te pillaban con un gajo de naranja o una chocolatina te castigaban a ser jefe de día, incluido sábado y domingo. A alguien se le ocurrió pelar una naranja, pero, como no se podía tirar la cáscara en la papelera porque se sabría, no se le ocurrió otra cosa que tirarla al patio general». Al día siguiente aparecieron los restos y las monitoras preguntaron quién había sido pero nadie dio un paso al frente, «ni siquiera cuando nos dijeron que estábamos castigadas tres meses sin salir a la puerta de la calle. Y nunca hemos sabido quien fue. El otro día estábamos casi todas  en el acto organizado por el Colegio de Enfermería y lo pregunté. ¿Quién tiró la cáscara de naranja? Pero nadie dijo nada».

A pesar de todo, Teresa se queda con lo bueno, con «la exquisita educación, el respeto y la responsabilidad que nos transmitieron», destaca. «Había calidad humana, buen ambiente, y prueba de ello es que nosotras nos hemos ido juntando desde hace cuarenta y mucho todos los años. El año pasado la reunión se celebró en Marbella, y para allá que nos fuimos todas a celebrar la jubilación de dos compañeras; este año creo que va a ser en Toledo», apunta.

Orla y medalla. El título de Enfermería lo expedía la Facultad de Medicina de Madrid y el Instituto Nacional de Previsión, que era de quien dependían las residencias sanitarias, daba un diploma. Pero entonces no había entrega de orlas, y al comentarlo con Carmina Prado, decana de la Facultad, y con el presidente del Colegio de Enfermería, Carlos Tirado, pensaron que eran merecedoras de un homenaje. De ahí que en este homenaje les dieran también la orla, es decir, muchas enfermeras de la primera y segunda promoción de la Escuela recibieron junto a la medalla de la jubilación la orla.

Al terminar los estudios, todas menos una marcharon a Madrid para hacer distintas especialidades e incluso cursar la carrera de Medicina. Teresa fue una de ellas, que se fue a La Paz a estudiar Fisioterapia. «Javier Paulino estaba en Traumatología y ponía unos trastos entonces muy raros en los hombros, daba masajes y le pregunté sobre ello y me dijo que se llamaba Fisioterapia. ¿Y dónde se estudia? En Madrid. Y para allá que me fui», relata. Así llegó a ser la primera fisioterapeuta de Ciudad Real. En 1973, cuando regresó, no existía ni una plaza de aquella especialidad, pero «cosas de la vida, el director de entonces del Hospital del Carmen tenía a su madre con alzhéimer y la tenía que llevar a Madrid todos los días para recibir tratamiento y, al saber que yo era fisioterapeuta, vio el cielo abierto. La Diputación convocó las dos primeras plazas de fisioterapeuta a las que seguirían luego varias más en la Seguridad Social».

El cambio de Madrid a Ciudad Real fue «tremendo»: «yo que venía de la Paz, con todos los aparatos, hidrocolato, un tipo de calor para tratamiento. Ahora hay muchísimas terapias de calor, pero entonces nos apañábamos con camisetas que estaban un poco rotas. La gente lo llamaba fomentos. Me encontré con una camilla, agua caliente y unas camisetas».

Tampoco disponía de aparatos ni de instrumental y acabó por encargárselos a los carpinteros y herreros que tenía contratados la Diputación para las tareas de mantenimiento del hospital.

Recuerda que «un inmigrante se tiró del camión porque la Policía iba detrás de él, se fracturó la pierna y acabaron por amputársela. Lo llevaron al Carmen porque era el hospital de la beneficencia y yo les comenté que en Madrid les ponían una prótesis y caminaban y se me ocurrió encargarle una al herrero. Le hice un molde con escayola, una cúpula de metal y ahí le metimos la pierna con unos enganches y caminaba. El segundo paso habría sido ponerle una pierna ortopédica, pero la beneficencia no disponía de medios ni el chico tenía derecho al ser inmigrante y acabó escapándose gracias a la prótesis que le habíamos fabricado», dice riendo.

Teresa permaneció 10 años en el hospital del Carmen. Después se pasó al Alarcos y luego volvió al Carmen. Después de tantos años de experiencia, cree que «se ha perdido la vocación y buenas maneras. El otro día me comentó un profesor, que ha sido jefe de servicio en el hospital, que fue con su mujer a que le hicieran una prueba y el celador le echó de la habitación. Cuando le pidió por favor que le dejara, que había sido jefe de servicio le respondió que no contara su vida, sálgase de aquí, le espetó. Me lo contaba llorando. Yo no digo que al personal sanitario se le trate de forma especial, pero hemos estado trabajando 40 años, y no entiendo esa falta de respeto y educación, las cosas se pueden decir de otra manera. Se han perdido las formas, el respeto, la deferencia, el compañerismo, la educación, ahora es quítate tú que me pongo yo», lamenta.

A la gente más joven les dice que «en Medicina, si podemos curamos, si no, mejoramos y, si no, consolamos, forma parte de nuestra obligación como personal sanitario. Ahora falta humanidad, estamos con personas que están sufriendo y hay que atenderlas con educación. Ya la pérdida de salud es un problemón, y no cuesta ser amable y educado».

Tampoco le gusta que haya quien se escude en la falta de medios y apunta que «lo que no teníamos lo inventábamos, y creo que en la sanidad en general muchas veces la imaginación está para suplir carencias: cuando no había camas articuladas subíamos el colchón y poníamos una silla detrás, con lo cual el paciente quedaba semisentado; y lo mismo hacíamos con la parte inferior, la subíamos y poníamos una silla».

Lo cierto es que hay más medios, «más conocimientos y más avances y ahora los enfermeros y enfermeras pueden llegar hasta el doctorado, pero se ha perdido la humanidad, una de las cosas principales. Si a los conocimientos que tenemos ahora le sumáramos la vocación y la humanización de antes seríamos perfectos», sentencia.