Los nadies

Nieves Sánchez
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Son los rostros del fracaso de esta sociedad. Hijos de nadie, dueños de nada, sólamente de viejos abrigos, mantas y cartones y un litro de vino para sobrellevar al raso las gélidas noches de invierno. Sin casa y muchos como Enrique sin esperanzas

Los nadies - Foto: Pablo Lorente

«Mientras esté, aquí estoy». Enrique se despide sin más, sin esperanza de un mañana. Es un nadie, hijo de nadie, dueño de nada, sólo de una chupa de cuero marrón vieja, un litro de vino barato, unos guantes negros y dos muletas. Poco, muy poco, para soportar estas gélidas noches en un banco de madera. «La vida en la calle es muy, muy chunga. Te bebes tu cartón de vino, tus cigarros y ya. Es muy malo, muy cansado». Enrique Heredia tiene el cuerpo machacado por la crudeza del frío, la dureza del lugar donde se recuesta, del suelo del cajero donde pernocta alguna vez. Magullado por la falta de comida, de higiene, por la soledad, la embriaguez y la enfermedad. Es el rostro entumecido y las manos deformadas del  fracaso de esta sociedad. Una persona sin nombre, un número, alguien que no es, aunque sea.

Cuando las luces se apagan, los comercios en rebajas chapan y las calles escupen silencio, vacío y grados bajo cero, los nadies elevan la mirada del suelo, terminan de pedir y se levantan. Tres semanas sentados, una de pie. Abandonan el suelo, recogen la manta y el cartón, cuentan la recaudación y empiezan a caminar entre la gente. Invisibles, como parte del mobiliario urbano. Nadie se pregunta dónde van, dónde comen, si es que comen, quiénes son, dónde duermen y si sueñan. «Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres», escribió Eduardo Galeano de ellos en Las venas abiertas.

En Ciudad Real, como en el resto de pueblos y ciudades del primer mundo, hay cientos de ellos, gente sin hogar, sintecho, personas ‘de cartón’, de paso, que malviven en las calles de todos, pero en la conciencia de muy pocos. Nadie está exento de dormir al raso, de perderlo todo, de perderse a sí mismo, de que su historia sólo cuente o interese cuando en la calle hace frío, demasiado frío.

Los nadiesLos nadies - Foto: Pablo LorenteSon las diez de la noche y el mercurio hace ya tiempo que se instaló en los dos grados. Enrique está sentado en un banco de la plaza de la Constitución, con las manos en los bolsillos, el cuello encogido y la cabeza medio escondida entre su chaqueta. Desespera con frases lanzadas al aire y fuera de contexto mientras espera el bocadillo y el caldo caliente que reparten a esa hora los voluntarios de Cruz Roja. De sus 50 años lleva quince viviendo en la calle. Se engancha en expresiones o palabras y las repite una y hasta cinco veces. «Parece mentira», esboza pensando en sí mismo, mirando hacia su interior, desgarrado por las lágrimas y el sufrimiento cuando recuerda la muerte de su hijo y más tarde de sus padres. Hechos y fechas dolorosas que le han ido empujando a ese banco.

Ha trabajado de todo menos de hostelero. «No tengo yo paciencia para eso ¡Con una paga que me quedó de 400 euros cómo voy a vivir!» Duerme donde pilla y cuando cuenta que no sabe dónde va a terminar, llora. Las bajas temperaturas y el miedo a quedar dormido mientras hiela parece que no le afecta, pero no siempre ha sido así, ha intentado más de una vez salir. «Yo sé que lo paso mal y ya está, muy mal, muy mal». Estos días y todos los de los últimos años de su vida.

Por lo que sea, porque hay horas y sentimientos que pesan como una losa, ha dejado de echarle un pulso a la calle ante la que se ha rendido, no le ve sentido. «Llevo cinco operaciones por accidentes, soy como un Frankenstein, no puedo trabajar pero por mis venas corre sangre limpia. Pero claro, las casas se las dan a gente que las necesita y se ve que yo no estoy necesitado ¡Qué voy a hacer, parece mentira!» Palabras que vuelve a repetir una y más veces. Enrique es un desarrapado, un nadie que horas después se quedó dormido en el mismo banco hasta que llegó la Policía a medianoche, tras recibir una llamada de aviso. Acudieron para despertarlo de su letargo, para llevarlo a algún sitio cerrado. No podía pasar esas invernales horas al raso.

Los nadiesLos nadies - Foto: Pablo LorenteLa noche avanza y el frío no da tregua. Dos hombres arrancan a andar desde la plaza mayor, llevan varias mantas bajo el brazo y caminan a paso rápido, sólo los mira quien los huele. Avanzan unas calles, las colocan en la acera y entran en un céntrico supermercado. Nadie se las va a quitar. Los dos nadies se tiran un buen rato dentro, buscando, mirando, dando vueltas por los pasillos al calor de la calefacción. Vuelven a salir con una bolsa grande de la que asoman dos barras de pan. Prosiguen su camino cruzándose con gente abrigada, con gorros, bufandas y caras enrojecidas. Santiago y su compañero van cargados hasta el lugar sin puertas ni ventanas donde pasarán esa noche, una de las más frías de este año recién estrenado. «En el albergue dormimos tres noches al mes, el resto nos buscamos la vida». Santiago cambia a duras penas las pilas de un linterna con la que se alumbran, con la que iluminan el habitáculo en el que pasa la noche junto a más nadies que acuden a ese lugar tras recoger la ayuda de Cruz Roja.

en el cajero. Enero muestra su cara más cruel. Hay pocas almas que deambulen por las aceras. No está el tiempo para caminatas. Las puertas de la mayoría de cajeros de las entidades bancarias están cerradas a cal y canto, pero en uno del centro hay vida. Un hombre duerme ya arropado hasta las cejas en su camastro, mientras su compañero estira las mantas para preparar su improvisada cama. Es extranjero, rumano, se llama Cezar, tiene 61 años y una vida de allá para acá, de un país a otro, de una ciudad a otra. «No tengo dinero ni para marcharme de aquí, soy albañil, mecánico, chófer profesional, no quiero volver a tocar el volante, pero sí quiero trabajar».

Fuma profundamente apoyado en la fachada del banco donde duerme, fuera del cajero, con una sudadera como único abrigo. A la gente que lleva su vida a cuestas, que duerme a la intemperie la mayoría de las noches del año «lo que menos le asusta es el frío». Llena sus pulmones de nicotina para continuar una conversación a deshora. «Cada uno en la calle vive como puede, cada uno se busca la vida. Hoy tengo cinco euros en el bolsillo, mañana quizás dos, uno o nada». Cezar tira la colilla al suelo, la pisa, guarda sus manos demacradas en los bolsillos del pantalón y regresa al cajero en el que pasará a resguardo al menos esa noche. Se tumba, se arropa con varias mantas y un saco de dormir, da el último trago a la litrona de cerveza y se deja vencer.

Los nadiesLos nadies - Foto: Pablo LorenteCon el sol de la mañana que poco calienta estos días el alma, los nadies regresan a su sitio en la calle. Cada uno a su puesto, algunos comparten recaudación, se turnan el esquinazo o el soportal. Abandonan las camas del albergue, los cartones y las mantas en lugares recónditos de la ciudad, donde a ojos de la sociedad no hay nadie, en sitios ajenos, pero con techo, allí duermen a oscuras.

En la calle Alarcos Juan y su mujer esperan sentados en un el escalón de una puerta a que la moneda caiga de cara. Dos euros rebotan sobre otra moneda de cincuenta. «Gracias caballero, muchas gracias por su generosidad, que tenga un buen día», responde Juan a la mano que le da la limosna. Son reacios a hablar de por qué han acabado ahí, uno sentando al lado del otro, con los brazos cruzados para repeler el frío, con una mochila grande con todas sus pertenencias y una caja de cartón sobre la que colocan cada día el plato de las limosnas y en la que se apoya un cartel con el que informan de lo obvio, que son pobres, pero pobres manchegos, de la tierra. Él es de Piedrabuena y ella de Alcázar de San Juan. «Yo tengo cáncer y dormimos en la calle, porque los toxicómanos o cualquiera que le echa cara tiene más derechos que un enfermo. A ellos si los ayudan, a nosotros no». Habla con resentimiento, con rencor. «Esto es lo único que nos ayuda a comer algo a diario, la limosna que nos da la gente, la gente sí es generosa». Su mujer permanece junto a él, callada, sin mediar palabra, triste, con el rostro machacado por el cansancio.

Uno de los estereotipos más marcados de los sin hogar es que es una realidad muy masculina. Hombres, nacionales y de algo más de 50 años es el perfil asociado a los sintecho, lo que ha relegado a las mujeres sintecho a una situación de invisibilidad. Mujeres que son especialmente vulnerables a sufrir muchos tipos de violencias, sólo por una cuestión de género.

Los nadiesLos nadies - Foto: Pablo LorenteEn la misma calle donde están Juan y su mujer hay más mujeres pidiendo. El sol no consigue caldear el ambiente de las once de la mañana, la gente camina rápido arriba y abajo de la calle Alarcos, pasa por su lado, unos la miran, otros no. Su vaso blanco de plástico que sujeta con una mano está vacío de limosna. Tiene sólo 37 años y su día a día es pedir, así lleva desde que llegó de Rumanía. Junto a Elena, que tiene 62 años y está sentada en el suelo a unos metros, Sandra es uno de los rostros femeninos de la mendicidad. «Ahora vivo con una amiga en Malagón, pero hay días que no saco ni para pagar el autobús, tengo niños pequeños y vivimos como podemos».

Que inicien procesos de recuperación y participen en la sociedad como ciudadanos de pleno derecho es la razón de ser y el objetivo de las organizaciones que trabajan durante todo el año con los sintecho, una realidad que requiere de políticas más ambiciosas, como la vivienda social. Sólo en el centro de atención Jericó, Cáritas atendió a 362 personas sin hogar a lo largo del año que acaba de finalizar, la mayoría hombres, pocas mujeres. A últimos del mes de diciembre, la ocupación de este centro bajó a un 62 por ciento del 80 en el que se ha mantenido durante el resto del año, por varias causas, entre ellas el inicio del proceso de inserción a la vida social en el Casa de Abraham de Daimiel, donde fueron derivadas 43 personas a lo largo de 2018, o la búsqueda por parte de los transeúntes de zonas más cálidas y pobladas de España. Enrique, Santiago o Cezar han pasado alguna vez o muchas veces ya por los recursos con los que cuenta Cáritas para personas sin hogar o por las habitaciones de las pensiones donde se alojan a unas diez personas cuando las temperaturas bajan excesivamente, amén de un convenio con el Ayuntamiento de la capital, en el que también participa Cruz Roja.

Son los nadies, jodidos, rejodidos. Hombres y mujeres invisibles, con razones o sin ellas, sin suerte aunque del suelo se levanten con el pie derecho, aunque crucen sus dedos encallados por el frío, aunque lancen de espaldas a una fuente sus pocas monedas recaudadas, aunque toquen madera o digan lo mismo a la vez, aunque tengan nombre, unos motivos y una historia que contar. Son los nadies «que cuestan menos que la bala que los mata».

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